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Almuñécar contra la corrupción

El mal de Marbella

El mal de Marbella

El peor problema que tiene ahora nuestro país ya no es la cuestión terrorista, hoy en vías de solución, ni tampoco la cuestión territorial, un falso problema inventado para manipular la agenda en interés de la clase política autonómica, sino la cuestión urbanística. Con esto me refiero al doble problema que supone en términos reales el boom de la construcción (pues en nuestro país se construyen más viviendas que en el resto de Europa occidental), y en términos virtuales, la espiral especulativa que encarece artificialmente el mercado inmobiliario. 

Y es el más grave problema nacional por cuatro razones.

La primera es económica, pues nuestro modelo de desarrollo está gravemente desequilibrado por la hipertrofia de la construcción como único monocultivo nacional, lo que incrementa la inflación, reduce la productividad, y detrae capitales y recursos humanos que deberían invertirse en otros sectores más competitivos, convirtiendo a nuestra economía en comercialmente deficitaria y tecnológicamente subdesarrollada. 

La segunda razón es social, pues la inflación de la burbuja especulativa eleva artificialmente el precio de la vivienda hasta hacerla inaccesible para jóvenes, mujeres e inmigrantes. Así se constituye un círculo vicioso, pues la continua revalorización del mercado hace que todos aspiren a convertirse en propietarios dada la carestía relativa del alquiler, hasta el punto de que nuestro país ostenta el récord europeo de tenencia de la vivienda en régimen de propiedad, superando el 90% del total. Todo lo cual termina por bloquear las oportunidades de emancipación, pues así como en el resto de Europa jóvenes y mujeres se emancipan de sus padres y maridos gracias al mercado de alquiler, en España no pueden hacerlo, obligados como están a tener que hipotecarse para poder comprar. Y dada la precariedad del mercado laboral, los jóvenes deben esperar hasta los 30 años para poder emanciparse ejerciendo su derecho a formar familia, a la vez que las mujeres no pueden hacerlo por sí solas pues necesitan vincularse a sus parejas de las que dependen para financiar las hipotecas, lo que se agrava sobremanera para los inmigrantes a causa de su sobreexplotación salarial. 

La tercera razón es ecológica, pues el suelo de una parte creciente del territorio español se está viendo gravemente deteriorado como consecuencia de las destructivas secuelas de su acelerada urbanización, que ciega para siempre su capacidad de renovación sostenible.En quince años de especulación urbanística y boom inmobiliario, la totalidad de la costa mediterránea, ambos archipiélagos y las áreas metropolitanas de las grandes urbes han sufrido un descontrolado proceso de urbanización salvaje que ha destruido su suelo de forma irreversible. Y el proceso continúa su crecimiento imparable, sembrando el terreno de urbanizaciones, campos de golf, anillos de autopistas, parques temáticos y megacentros comerciales, sin que el Ministerio de Medio Ambiente pueda hacer nada para regular y ordenar tan incontrolado proceso, pues las competencias sobre la ordenación del territorio están atribuidas por la Constitución a las comunidades autónomas en exclusiva, y la Ley del Suelo en vigor autoriza a las comunidades locales a urbanizar el suelo sin ningún control.Así se plantea lo que se conoce desde el célebre artículo de Garrett Hardin como "tragedia de los espacios comunes" (Sciencie, número 162, 1968), que determina la progresiva intensificación del uso del suelo hasta su agotamiento final por obra del acceso público incontrolado. En su última obra, Colapso (Debate, 2006), el prestigioso geógrafo Jared Diamond ha vuelto a recurrir al modelo de Hardin para explicar el colapso de los ecosistemas sociales a causa de la intensificación indiscriminada del uso competitivo del suelo. Pues bien, a este paso, y si alguien no lo detiene a tiempo, puede augurarse un grave colapso del medio ambiente español como consecuencia de la intensificación urbanizadora del suelo. 

Y la cuarta razón es política, pues la burbuja especulativa que hincha el boom inmobiliario está realimentada en última instancia por la financiación clandestina de los partidos políticos que controlan las haciendas locales con la potestad de recalificar el suelo urbanizable elevando artificialmente su precio. De esta auténtica máquina de hacer dinero procede tanto la ingente cifra sumergida de dinero negro, en poder de los patrimonios privados cuyo efecto riqueza escapa al control del fisco, como el enorme volumen de opaco dinero sucio creado por la corrupción política y canalizado por las redes clientelares de los constructores urbanísticos y los promotores inmobiliarios. Para explicarlo, nada mejor que recordar la ecuación de Klitgaard, que afirma: "Corrupción = Monopolio decisión + Arbitrariedad decisor - Responsabilidad decisor".

Y, en efecto, hay corrupción urbanística, porque la decisión de recalificar el suelo es monopolio del poder local; porque los ediles recalifican el suelo a discreción, en un limbo de inseguridad jurídica; y porque lo hacen en un clima de patente impunidad, sin que nadie controle ni fiscalice sus decisiones. Es el cáncer político de lo que cabe llamar el mal de Marbella (o mal de Madrid, si recordamos la compra de sus últimas elecciones autonómicas gracias al transfuguismo de dos diputados venales), cuya metástasis se está extendiendo vía efecto demostración por todos los municipios españoles cualquiera que sea el color político de sus ediles, pues todos quedan impunes.

Y la peor secuela de todas es que este mal de Marbella llegue a convertirse en el síndrome incivil de todos los españoles, dispuestos a consentir de buen grado la corrupción de sus gobernantes locales y autonómicos con tal de que se revaloricen sus patrimonios inmobiliarios.Pues bien, resolver la cuestión urbanística sí es tarea digna de un héroe quijotesco que pretenda arreglar España, como desearía Zapatero.Lo malo es que parece imposible hacerlo, pues para eso no basta con reformar la Ley del Suelo, sino que hace falta modificar la Constitución para que el Estado central recupere su competencia plena sobre la coordinación urbanística del territorio nacional en su conjunto, que nunca debió perder. Pues uno de los peores efectos perversos de la actual deriva autonómica, entre otros muchos, es la feroz competencia entre los poderes territoriales concurrentes por ver quién urbaniza a mayor escala el suelo sobre el que dispone de monopolio jurisdiccional: algo que, de creer a Diamond, no sólo va a destruir el medio ambiente, sino que puede además precipitar a nuestro sistema en un auténtico colapso social. Piénsese, para imaginarlo, en lo que sería de nuestro país si de pronto estallase la burbuja inmobiliaria: se detendría el crecimiento económico, huirían los capitales desde la construcción hacia los paraísos fiscales, quedarían en paro un millón de inmigrantes y la clase media española se sentiría súbitamente empobrecida, iniciándose una sombría etapa de agudo conflicto social. 

Enrique Gil Calvo es profesor titular de Sociología de la Complutense.

EL PAÍS 24-04-2006

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