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Almuñécar contra la corrupción

No hay que desaprovechar la crisis

Público

Rahm Israel Emanuel, jefe de gabinete de Obama, entre cínica e irónicamente suele afirmar que “nunca hay que desaprovechar una crisis”. Hace referencia a que se va a emplear el plan de reactivación económica para paliar el déficit que la sociedad de EEUU tiene de servicios públicos esenciales tales como la Sanidad.

Aquí, en España, la derecha política y económica también quiere aprovechar la crisis, pero para lo contrario, para sus intereses. Bajar impuestos, abaratar el despido, conseguir ayudas públicas para las empresas, desregular aún más el mercado laboral, disminuir las cotizaciones sociales, reducir salarios. El otro día, el gobernador del Banco de España se unió a este coro para retomar un tema viejo pero muy querido del neoliberalismo económico: el de poner en duda la viabilidad del sistema público de pensiones y exigir reformas encaminadas a reducir las prestaciones.

Desde hace más de 20 años, periódicamente se alzan voces proféticas anunciando la quiebra de la Seguridad Social, y otras tantas veces, al igual que con los antiguos predicadores, llega la fecha fatídica sin que se produzca el temible augurio. El origen de esta pertinaz actitud se encuentra en el propio Pacto de Toledo que, al hacer depender la financiación de las pensiones de las cotizaciones (la famosa separación de fuentes), les abre un buen resquicio para sus elucubraciones. Bien es verdad que en el texto no se afirma que sea “exclusivamente” sino “principalmente”, pero este matiz se olvida en la práctica y nos vemos embarcados cada cierto tiempo en una dialéctica inútil sobre la pirámide de población, el número de activos y pasivos o el fondo de reserva.

Estos argumentos se quiebran tan pronto como aceptemos que la Seguridad Social no es una unidad diferente del Estado y que es este, con todos sus ingresos, el que responde del pago de la prestación por jubilación. A pesar de periodos de crisis como el actual, cuando se contempla la evolución de la economía a largo plazo prescindiendo de las fases del ciclo, descubrimos la marcha ascendente de la renta per cápita. Hoy, por término medio, somos el doble de ricos que hace 20 o 30 años. ¿Qué impide entonces que el Estado obtenga de esa riqueza, mediante los correspondientes gravámenes, los recursos necesarios para financiar la Sanidad, la Educación, otros servicios públicos y, por supuesto, las pensiones? Y ello con independencia de la evolución demográfica y del número de trabajadores. ¿O es que las rentas de capital no deben tributar? Bajo estas hipótesis, sólo una hecatombe económica podría hacer inviable el sistema público de pensiones, pero entonces el problema no sería únicamente de los jubilados sino de todos los españoles.

La amenaza que se cierne sobre las pensiones no es distinta a la que puede afectar a la Educación, a la Sanidad, al seguro de desempleo y, en general, a todos los elementos del Estado del bienestar; el verdadero peligro radica en reformas fiscales como las acometidas en los últimos 20 años que reducen la progresividad y la suficiencia del sistema tributario.

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