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Susana y la Utopía

Tomás Hernández. Costa digital

Susana y la Utopía/Tomás Hernández<br />

Solía mi padre, y otras personas de su época, escribir con letras mayúsculas aquellas palabras que para él tuvieran una relevancia especial, un apego afectivo que él les añadía. Yo creo que la moda venía del modernismo, que escribía Sol, Luz, Alma, Amor, de esa manera. No hay más que ver los primeros libros de Juan Ramón (‘Ninfeas’, ‘Almas de violeta’) o los de otros poetas modernistas. Connotación llamamos ahora a ese apego por algunas palabras, desde que así lo definiera el gran Coseriu. Aquel filólogo grande de cuerpo y de inteligencia, que fumaba Pall-Mall largo sin filtro y al que le gustaban nuestros vinos y nuestra cerveza aunque le resultaba demasiado suave. Recuerdo una de sus clases en la que durante una hora nos llevaba con su palabra al mundo de la poeta griega Safo, usando como argumento la oposición de las partículas ‘men’ / ‘dé’ en algunos de sus poemas. Los sabios de cualquier nimiedad hacen un universo de sugerencias e interpretaciones.

No escribo yo la palabra utopía con mayúscula por ningún resabio modernista o por homenaje a mi padre que la escribía así en aquella Hispano Olivetti que compró de segunda mano. Escribo Utopía porque me refiero, como ya suponen, al nombre de la casa de vecinos desalojados en Sevilla, la Corrala Utopía. Me entero de lo sucedido mientras visito a unos buenos amigos en tierras alicantinas, y en esos momentos uno está a lo que está, que es al placer del reencuentro y a la celebración de la amistad, y lo cotidiano queda en suspenso por unos días.
   
De regreso a casa leo sobre el suceso. No les voy a contar lo que ya conocen antes y mejor que yo, pero me llamó la atención en los comentarios de la noticia, la confusión de algunos, bastantes, entre lo legal y lo justo. Las famosas leyes de Nuremberg que desencadenan el pogromo contra los judíos, eran legales. Las publica un gobierno legal y por lo tanto de obligado cumplimiento. El decreto que prohíbe a los judíos disfrutar de la compañía de cualquier animal doméstico también fue legal. Víktor Klemperer, exprofesor judío en la universidad de Dresde, mira los ojos de su gato que toma el sol en el alféizar de la ventana. Escribe en su Diario que mientras lo observa está pensando en la forma menos dolorosa de quitarle la vida al día siguiente.
   
La legalidad, como vemos, es una cosa y la justicia otra. La ley que permite los desahucios, la violencia real que suponen, es legal, pero es una inmoralidad, una desvergüenza, un atraco legalizado. Quienes gobiernan ahora, los que gobernaron antes, lo legalizaron.

Susana Díaz, nuestra sonriente presidenta, en un primer arranque se opuso al realojo de algunos de los desahuciados. Decisión que había tomado la Consejería de Fomento de la Junta, cuyas competencias gestiona Izquierda Unida. Luego reaccionó con un decreto de madrugada y consentía, ‘legalmente’ precisaba ella, en la decisión de Fomento.

Susana Díaz milita en un partido de izquierda, socialista. El socialismo, cualquiera que sea su color, lucha por la utopía de un país donde las leyes sean justas. Todas las leyes promulgadas por un gobierno legítimo son legales. Lo fueron las de Hammurabi que mandaban cortar la mano al ladrón, y las de Nuremberg.

Va siendo hora ya de parar algunos atropellos de la legalidad con la razón de la justicia.

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