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Almuñécar contra la corrupción

Sobre las naderías del rey

Luis García Montero

El hechizado es uno de los cuentos más famosos de Francisco Ayala. Recogido en Los usurpadores (1949), cuenta la historia del Indio González Lobo. Llegó a España en 1679, después de cruzar el mar en uno de los galeones que se cargaron de oro americano para celebrar las bodas de Carlos II. Después de muchas idas y vueltas, gestiones, recados, visitas, informes y súplicas, consiguió entrar en la cámara del rey gracias a un azar y a la ayuda de la enana doña Antoñita Núñez. Sentado en el trono, en el centro del imperio, en el corazón del poder, vio sólo a un infeliz babeante y desvalido que jugaba con un curioso monito.

El simbolismo oficial del poder encubre en su interior un hueco casi siempre triste y oxidado. Los verdaderos poderes no están sentados nunca ni en los sillones de un parlamento, ni en el trono de un palacio. Los usurpadores se valen de máscaras simbólicas y sometidas para excluir a las personas de los ámbitos de decisión. La democracia, que nació para acabar con esta farsa, ha caído también en la degradación de un simbolismo no participativo.
Me acuerdo del cuento de Ayala siempre que veo anunciado el discurso del rey en Navidad. Se crea gran expectación, se hacen comentarios, profecías, se debate sobre el sentido de sus posibles palabras, sus alusiones, sus silencios… Se trata de una disciplinada manera de adornar y resaltar aquello que por necesidad está hueco. Más que en ninguna otra situación, cobran importancia los modos, el decorado, las estrategias comunicativas: porque el verdadero significado es el hueco del poder que vemos, nuestra propia exclusión.

Este año se jugaba, además, con el morbo de que era el primer discurso navideño de Felipe VI. ¿Es VI, verdad? Tampoco tiene mucha importancia. ¿Pero qué va a decir este pobre rey de todos los españoles? Sólo que tanto él como nosotros no tenemos nada que decir. ¿Qué medidas puede tomar contra la crisis o la corrupción? Ninguna… En nuestro caso, somos víctimas del invierno democrático que procura de forma maquillada excluir a los ciudadanos a la hora de tomar decisiones. En el caso del rey, se escenifica el oficio de estar en el centro del teatro a costa de no pintar nada. Dejando a un lado los problemas económicos que sufre la mayoría de población (algo que no afecta a la Familia Real, sino a las familias reales), el oficio de rey, su nada, es la mejor metáfora de la ciudadanía en el mundo de hoy.

Los intérpretes de palacio esperaban que, en sus minutos de gloria, Felipe VI hiciera hincapié en tres cosas: la imputación de su hermana Cristina, la crisis económica y la cuestión catalana. Pero el rey, consciente de su papel, imprimió sobre todo un desenvuelto tono autoreferencial, se constituyó antes que nada en símbolo de los españoles de hoy, encarnó la falsa alternativa de un país que puede regenerarse sin cambiar de verdad. Una generación nueva ocupa el lugar dejado por la vieja y mantiene el mismo discurso. Yo soy el nuevo espíritu de España, vino a decirnos. Y para convertirse en símbolo se quedó hueco por dentro y asumió el oficio de decir naderías sobre la corrupción, la crisis y la cuestión catalana.

1.- Estaban equivocados los que esperaban una alusión a su hermana. Que un rey diga que todos los ciudadanos son iguales ante la ley es algo muy ridículo. Su padre don Juan Carlos lo dijo sin creérselo, ya que había movido muchos hilos para ocultar el escándalo y luego presionó para que la justicia cerrara los ojos. Pero, aunque se lo hubiese creído, es ridículo que hable de igualdad alguien que se considera por nacimiento con derecho a ser Jefe de Estado.

Y lo de la renuncia de doña Cristina a los derechos es también una broma. Uno no es rey por sus méritos o por su honradez. Los usurpadores pueden jugar con la línea sucesoria según le interese a su mascarada. Pero, en realidad, cometer un delito no afecta a la sangre ni al nacimiento. Está mal eso de negar a una hermana. La dimisión sólo es digna cuando hay votos por medio, cuando uno debe su cargo a la opinión pública.

2.- Recordar en un momento entrañable que hay muchas familias que lo pasan mal y evitar los discursos triunfalistas del Gobierno ante la crisis es un acto de pura desfachatez. ¡Claro, así se puede! Sin responsabilidad ninguna y viendo los toros desde la barrera, las bondades del monarca sólo sirven para reforzar el descrédito de la política: los políticos son malos, yo no. Las opiniones del rey se parecen mucho a los comentarios de barra del bar emitidos por gente que luego se abstiene, o no se moja, o no asume responsabilidades, o no participa en la paralización de un desahucio o en una marea en defensa de los servicios públicos.

3.- Hablar de que la unión hace la fuerza y de que juntos podemos solucionar todos los problemas es una interpretación muy barata de la cuestión catalana, de columnista de quinta categoría que no quiere abordar el asunto que se discute.

Lo peor de todo es que el rey no puede decir otra cosa. Hacer algo distinto es salirse de su papel. Sólo queda bien diciendo naderías. La pregunta cae ahora de parte de los ciudadanos: ¿pueden ellos, que no son reyes, salirse del papel que le han asignado las élites? ¿Pueden opinar de la corrupción, la crisis y la organización territorial de una manera distinta a la fijada por el discurso oficial? Se trata de romper una burbuja y de tomar conciencia de que nuestro trabajo no es ser inútiles. No somos Felipe VI. ¿Es VI, verdad?

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