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Almuñécar contra la corrupción

No tengo que dar cuentas a nadie, dijo Dios. Y era verdad verdadera

No tengo que dar cuentas a nadie, dijo Dios. Y era verdad verdadera

Nos ha gustado este artículo publicado en Costa Digital y lo reproducimos aquí.

El amanuense rojo

En aquel tiempo, fue expulsada del paraíso por haber comido manzanas, brevas y chirimoyas dulces sin pepitas. Eva daba tumbos por aquí y por allá, llorando, compuesta y sin novio, clamando su ira impotente contra el señor que la había expulsado del edén situado en la tercera planta de aquella llamada casa de la cultura. Y entonces, cuando estaba desahuciada de la tele, pisoteada y herida en su dignidad, despedida de su efímero empleo, buscó apoyo en aquellos de la túnica gastada y las manos grandes pero rasgadas, y lo encontró. Además de manzanas y gusanos había otros seres vivos a los que merecía la pena conocer.

Encontró unos gentiles, o quizá fariseos, o filisteos tal vez, que pegaban un cartel infamando al señor por su torticera actuación. Hablaban de una reunión en el ágora cuando nadie sabía qué era eso del ágora. Cosa curiosa asimismo ver aquel cartel cuando aún no se había inventado el sustituto del papiro, ni aún siquiera el papiro, y qué decir del rotulador. Pero las escrituras lo testimonian. Allí estaba el cartel, pegado en las paredes del mercado, y debajo del puente de la carretera que iba a los pagos de Torrecuevas y Jete. Alabó Eva la valiente acción de aquellos desconocidos que bramaban pestes contra el señor y le llamaban sin recato, ni miedo aparente, tirano, déspota, manipulador y encantador de serpientes cobras. Eva disfrutaba de su felicidad y apreciaba la belleza de la vida sin manzanas pero con la mirada alta.

Luego llovió mucho, tanto que hubo un diluvio y hasta los peces de los acuarios tuvieron que ser protegidos del agua dulce que se colaba por todas las rendijas. Los libros hablan de Sodoma y Gomorra. Lot. Judas. Jesucristo. Cristóbal Colón. Bill Gates. Los cementerios nucleares. Y tantas cosas más que sería necesario tener una televisión todo el día encendida para mostrar una diminuta parte de lo que pudo verse fuera del paraíso.

Pasaron los años y los siglos y los milenios y hubo que celebrar finalmente el juicio final. Ni Satanás ni Lucifer ni Mahoma ni Zoroastro ni Júpiter tronante ni siquiera el magistrado de la toga reluciente, ese que manda en Plaza Nueva, tuvieron la sabiduría, la prueba o el valor suficiente y declararon que nadie había sido hallado culpable de aquel lamentable episodio de la tele, que tenían dudas acerca de si fue el uno, el dos o el tres, que para eso se inventó la Trinidad Santísima, que incluso un par de angelitos inocentes se habían acusado y que, resumiendo, procedía absolver y absolvían a Dios creador de la infundada acusación, que quizá incluso pudiera llamarse ahora perjurio o calumnia. A lo mejor, dijeron, Eva se había ido del paraíso por su propia patita. Y qué decir de Adán, tan lejos de todo, tan rencoroso, tan descuidado que ni siquiera apagó la luz del paraíso cuando se fue. Claro, como él no pagaba los recibos, dijeron algunos murmuradores.

Eva, con la memoria débil, tenía la mirada perdida. No recordaba ya en qué momento de la historia había perdido la conciencia, el recuerdo de aquellas cerraduras rotas y las miradas cargadas de odio del que ahora sonreía beatíficamente agradeciéndole los servicios prestados. Metió la mano en el bolso buscando la dignidad pero sólo encontró la polvera, puso algo de colorete en sus mejillas gastadas y esbozó una mueca que pretendía ser una sonrisa. Carraspeó un poquito y se dirigió, ya completamente segura, al público que la esperaba al otro lado del cristal: La Audiencia Provincial ha absuelto… Ni un titubeo, ni un mal recuerdo, ni un apretón de garganta. Finalmente, no había sido tan difícil. Esa noche dormiría contando los seis mil camellos y las mil burras que el señor le había regalado por su amnesia.

Apagué la televisión. Tenía el estómago revuelto, un ligero malestar que se puede identificar sin duda alguna como una mezcla de impotencia, frustración y pena. Más pena que otra cosa porque cada vez iba quedando más claro que la justicia es una palabra hueca. Cogí el librito de las pastas amarillas, el último de José Saramago. No es el mejor, pero la verdad es que todo lo que escribe este hombre tiene la fuerza de la honestidad. Encontré estas frases y no paré de darles vuelta un día y otro día y otro más. Intento aprenderlas para convencerme de que yo sí tengo memoria y, además, quiero seguir teniendo. Aunque ese pequeño defecto suponga una hipotética merma en mis retribuciones y nunca llegue a tener catorce mil ovejas. Con ustedes, José Saramago. Porque no todo es indecencia.

Caín
José Saramago


Qué haces por aquí, no te veía desde el día en que mataste a tu hermano, Te equivocas, señor, nos hemos visto, aunque no me hayas reconocido, en casa de abraham, en las encinas de mambré, cuando ibas a destruir sodoma, Ése fue un buen trabajo, limpio y eficaz, sobre todo definitivo, No hay nada definitivo en el mundo que has creado, job creía estar a salvo de todas las desgracias, pero tu apuesta con satán lo ha reducido a la miseria y su cuerpo es una pura llaga, así lo vi al salir de las tierras de uz, Ya no, caín, ya no, su piel ha sanado completamente y los rebaños que tenía se duplicaron, ahora tiene catorce mil ovejas, seis mil camellos, mil yuntas de bueyes y mil burras, Y cómo los ha conseguido, Se doblegó ante mi autoridad, reconoció que mi poder es absoluto, ilimitado, que no tengo que dar cuentas a nadie, salvo a mí mismo, ni necesidad de detenerme en consideraciones de orden personal y que, esto te lo digo ahora, estoy dotado de una conciencia tan flexible que siempre está de acuerdo con lo que quiero hacer.

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