Libia, ¿razones humanitarias?
Teresa Aranguren
Siempre he pensado que Muammar el Gadafi era el más nefasto de la lista de nefastos gobernantes que han padecido y padecen los pueblos árabes. Y no sólo por su condición de tirano y su despiadada represión de todo atisbo de oposición incluyendo en dicha categoría a todo aquel que se mostrara o pareciera mostrarse algo tibio en el aplauso y la obligada adulación a su persona.
Ese personaje de túnica y turbante, gafas oscuras, retórica ampulosa y gesticulación histriónica, que acostumbra a viajar con su jaima portátil y su cohorte de amazonas –huríes al mejor estilo kitsch de Hollywood, es la representación a modo de calco de la fantasía degradada e inevitablemente racista que la mirada colonial proyectó sobre el mundo oriental y en particular el árabe.
Gaddafi, el personaje Gaddafi, que hace gala de exotismo siguiendo el modelo de exotismo oriental construido en el imaginario de Occidente, siempre ha sido sencillamente una impostura. Por eso, entre otras cosas, nunca ha gozado de especial predicamento, menos aún simpatía, entre los árabes, ni entre los más reaccionarios, léase las monarquías del Golfo, ni entre las corrientes progresistas que, aunque larvadas, siempre han estado ahí y se han hecho visibles ahora en los levantamientos ciudadanos que han tumbado los regímenes de Túnez y Egipto.
De hecho Gaddafi, el personaje Gaddafi, ha sido la coartada perfecta que refuerza la visión y sobre todo la política neo colonial sobre el mundo árabe. Y lo vuelve a ser.
En Libia la revuelta que estalló sin duda inspirada y alentada por el triunfo de los movimientos liberadores de los países vecinos degeneró muy pronto en guerra civil. Quizás, entre otras cosas, porque el factor miseria, a diferencia de sus vecinos, no actuaba como detonante de la movilización. De hecho en Libia no había miseria, tampoco desarrollo y menos aún libertad, ni siquiera parcelas de libertad, pero había dinero, mucho dinero que el régimen de Gaddafi ha manejado para mantener en estado de subsistencia subvencionada a la mayoría de la población y sobre todo para comprar lealtades internas y complicidades externas durante décadas.
Y es significativo que sean precisamente esos cómplices externos, los gobiernos de Francia y Gran Bretaña, socios preferentes, junto a Italia, de acuerdos, inversiones y negocios varios, además de históricas potencias coloniales en el Oriente Próximo, con Estados Unidos en un hábil pero determinante segundo término, quienes se han erigido en abanderados y promotores de la intervención militar en Libia.
No me parece desencaminada la sospecha de que los cálculos estratégicos pueden haber ido más o menos así: dado que la insurrección de los pueblos árabes nos ha dejado fuera de juego y puede dejarnos aún más fuera y ya que Gaddafi, nuestro socio de ayer, resulta hoy indefendible, es la ocasión adecuada para situarnos en primera línea como protectores de los rebeldes que, gracias a nuestra intervención, podrán finalmente derrocarle, ocupar el poder… y depender de nosotros.
La excusa de la intervención humanitaria que sin duda encuentra eco en una opinión pública sinceramente horrorizada por la brutal represión de la revuelta y la perspectiva de triunfo de los leales a Gaddafi, no deja ver la realidad de lo que tal intervención significa y lo insultante que resulta viniendo de quien viene.
En el ámbito de la política internacional y por mucho que en esta ocasión y no a falta de presiones se haya conseguido el aval del Consejo de Seguridad, la intervención militar en Libia representa un precedente más, no el primero, que desvirtúa el papel de Naciones Unidas que no es el de avalar el uso de la fuerza sino el de evitarla por todos los medios posibles.
Hay también otro efecto perverso y quizás más grave: la intervención liderada nada menos que por Francia, Inglaterra y Estados Unidos, asesta un duro golpe al impulso emancipador que el triunfo de los movimientos democráticos en Túnez y Egipto han proyectado sobre el mundo árabe.
La defensa de la soberanía nacional frente al dominio postcolonial de sus países, forma parte junto a la aspiración democrática, del corazón de la revuelta de las poblaciones árabes. Es cierto que en Libia la revuelta estaba a punto de ser derrotada y que se anunciaba una brutal represión, pero cuando se apela a la comunidad internacional, eufemismo con el que casi siempre nos referimos a Estados Unidos y su potencias aliadas, para que ponga fin al drama de los rebeldes libios, no deberíamos olvidar cuantos dramas hay en el mundo y cuantos están causados directamente por aquellos de quienes reclamamos intervención y si , por razones humanitarias, hay que intervenir en Libia, ¿por qué no hacerlo cuando Israel bombardea con armas mucho más letales a la población palestina y no en el marco de un conflicto interno sino de una ocupación ilegal? o, más aún, ¿por qué ningún gobierno de ningún país miembro de Naciones Unidas se atrevió a impulsar una resolución de condena contra Estados Unidos y Gran Bretaña por los cientos de miles de muertos, decenas de miles de desaparecidos, encarcelados, torturados y desplazados durante la invasión y ocupación de Irak?.
Todos sabemos la respuesta: los crímenes de las grandes potencias no se juzgan, simplemente se aceptan como se acepta la lluvia cuando cae. El mundo es así y Naciones Unidas no es sino el reflejo del desequilibrio de fuerzas en el mundo. Pero es también el intento, hasta el momento el único que tenemos, de paliar ese desequilibrio. Por eso no creo que debamos aplaudir la resolución que avala la intervención en Libia. No es un triunfo de Naciones Unidas sino la constatación de su debilidad.
Y por favor que no me digan que las bombas que se lanzarán sobre Libia matan de forma humanitaria.
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