El impuesto religioso
Juan Francisco Martín Seco
Los obispos están estos días de campaña; no se trata de ninguna misión ideológica, sino tan sólo de una operación publicitaria. Han descubierto el marketing. Tratan de convencer al personal de que ponga la cruz en la casilla correspondiente a la Iglesia en la declaración de la renta. Hasta el embajador español en la Santa Sede se ha puesto a la tarea. El empeño se basa, por una parte, en persuadir del gran servicio que la Iglesia presta a la sociedad —¿será por la COPE?—, y, por otra, en transmitir la creencia de que al contribuyente no le cuesta nada.
El obispo de Alcalá de Henares ha afirmado que, desde enero, el Estado no aporta ni un euro a la Iglesia, y para mayor aclaración insiste: “La Iglesia no está pidiendo a la gente un euro más, tan sólo que ponga una cruz, y no por eso les va a suponer más dinero”. Todo este tema se basa en una gran mentira y en cierto espejismo. Es la misma confusión que subyace en casi todos los sofismas que se utilizan en economía: olvidarse del coste de oportunidad, es decir, de que los recursos empleados en una finalidad no podrán ser utilizados en otro objetivo.
La aportación a la Iglesia, sea por el procedimiento que sea, consume fondos que no podrán destinarse a otras aplicaciones. Al final, el Estado precisará crear nuevos impuestos o elevar los existentes si quiere acometer tales gastos. En definitiva, todos, hayamos o no hayamos puesto la cruz, terminaremos afrontando un mayor gravamen. Aquí precisamente se encuentra la trampa del actual procedimiento: en que no sólo van a pagar más aquellos que señalen la casilla de la Iglesia, sino todos los contribuyentes, ya sean católicos o infieles. Una minoría dispone de lo que es de la totalidad. Cosa muy distinta sería si la aportación, aun cuando el Estado hiciera de recaudador, fuese adicional a la cuota del impuesto sobre la renta, y recayese exclusivamente sobre los que la aceptasen voluntariamente.
El mismo razonamiento se podría aplicar a la casilla de las ONG. La aportación tampoco es gratuita y los recursos canalizados hacia ellas no podrán utilizarse en aplicaciones alternativas.
Se argumenta que tanto la Iglesia como las ONG acometen obras benéficas de gran valor social. Aquí también existe una confusión, al menos en cuanto a la Iglesia, porque es mínima la parte de la aportación que se dedica a estos menesteres. La casi totalidad de los recursos se destina a lo que en otros tiempos se llamaba “sostenimiento de culto y clero”. Las obras sociales o las asociaciones eclesiales dirigidas a esta finalidad, incluyendo Cáritas, tienen otras fuentes de financiación y reciben otras subvenciones del Estado, entre las que se encuentran las procedentes de la casilla del impuesto sobre la renta dirigida a las ONG de las que ahora estamos hablando.
Habría que preguntarse, además, por qué tareas sociales que van a financiarse por el Estado deben ser gestionadas por asociaciones y organizaciones, entre ellas la Iglesia, privadas, a las que se está concediendo un poder delegado difícil de controlar.
El colmo de la distorsión sucede cuando monseñor Catalá, prelado de la diócesis de Alcalá, desconfiando de las cuentas públicas, se queja de que no existen controles para conocer con certeza y objetividad la cantidad que resulta de las señales realizadas en las declaraciones del IRPF, y que debe aportarse a los obispos. Monseñor Catalá considera tal cantidad como recursos propios de la Iglesia, cuando, se disfrace como se disfrace, es una donación que la Hacienda Pública, y por tanto todos los españoles, realizan a aquélla, lo cual no parece muy acorde con un Estado aconfesional. En todo caso, es el Estado el que debería controlar de qué modo utilizan, tanto la Iglesia como las ONG, dichos recursos.
Monseñor Catalá se ha jactado de que los obispos y sacerdotes son mileuristas, y puede ser que tenga razón, pero la causa habrá que buscarla seguramente en su reticencia a incorporarse a la vida civil con una actividad profesional normal y a que los creyentes parecen no estar dispuestos a financiar sus servicios, con lo que es preciso interrogarse sobre si el número de fieles de verdad no es mucho más reducido que el de las estadísticas oficiales. La jerarquía eclesiástica quiere vivir en una ficción, la de que la mayoría de los españoles son católicos; son tan católicos que los obispos saben que sólo mediante la coacción del impuesto religioso están dispuestos a sostener económicamente a la Iglesia, por eso recurren al Estado.
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