El bochorno viaja en amotillo
FRANCISCO ROMACHO. Diario La Opinión. Granada
Sabemos desde Mihura que todos los niños se estropean cuando crecen. Menos Juan Carlos Benavides, que ya venía estropeado de serie. Y crecer, lo que es crecer, ha crecido poco, más bien a lo ancho y atocinado. Lo que sí ha hecho con gran acierto en el desempeño ha sido estropearnos Almuñécar para los restos: su violento afán depredador ha convertido en magma alicatado uno de los parajes más bellos del Mediterráneo, allí donde las muchachas flotaban sobre un rumor de guayabas y calas de imposible acceso.
Como esos perros que acaban pareciéndose a sus dueños, Almuñécar ha acabado pareciéndose a Benavides. Es una ciudad laberinto con aspecto pachón, abotargada, agresiva y hortera, más nombrada en los juzgados que en las guías turísticas. De la misma manera que Marbella salió a la barriga de Gil y a las boñigas de su caballo, Almuñécar ha salido a la voz adoquinada de Benavides y a su cateta zafiedad. Almuñécar fue el sueño de verano de los granadinos que bajaban a la playa de San Cristóbal por Otívar y Jete entre curvas de nísperos con diez niños y la suegra, pollo frito con tomate, una sandía enorme y un flotador de camión.
La destrucción de Almuñécar bajo el bendito paraguas de la creación de riqueza ha sido el gran negocio de la secta de Benavides, una red clientelar perfectamente organizada que ha ido transitando por los disfraces de la política durante más de tres decenios mientras ordeñaba las ubres de los convenios urbanísticos y esquilmaba el territorio. Pertrechado de una ambición enfermiza y de abogados que pagaba con dinero municipal, protegido y jaleado por cierta prensa provincial, Benavides ha jefado con autoridad y vehemencia propias del padrino de la cosa hasta conseguir la perfección del sistema: a más corrupción, más votos.
La pantomima de su separación matrimonial para evitar el embargo judicial de sus magníficos bienes inmuebles y la acreditación de una amotillo como todo patrimonio vino a convertirse en la perfecta exhibición de su desahogo moral y del desparpajo por el que se mueve entre los desfiladeros de la justicia. Aquellas fotos con su ya separada señora aupados como reyezuelos medievales a una peana en una fiesta mora en Nador, celebrando el éxito de su treta jurídica, nos ilustra sobre su catadura moral.
El viernes que viene, tres de abril, se cumplen treinta años treinta (mardita zea) de las primeras elecciones municipales después de la interminable noche de la dictadura. En Almuñécar ganaron los socialistas, pregunta: ¿alguien recuerda el primer apellido del concejal delegado de urbanismo? Y Yanguas de segundo, eso es, toda una carrera ligada al fabuloso mundo de la recalificación. Como un guiño atroz, el aniversario coincide con la bancarrota económica del Ayuntamiento y política del propio Banavides después del ridículo referéndum. Se cierra el círculo. Sin el dinero de la fiebre del ladrillo, sus vehementes habilidades de gestión y liderazgo se han esfumado. Se acabó la fiesta. Empieza su bochorno. Y nuestro bochorno por habernos consentido un fulano así.
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simona -
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