Mano dura y paso atrás
Concha Caballero
Tardamos mucho en comprenderlo, pero los seres humanos no somos flores de una sola generación. Acumulamos experiencias, miedos, recelos o esperanzas de generaciones anteriores. Yo no viví la Guerra Civil, claro está, pero mi familia sufrió de una forma terrible la violencia de aquel tiempo. Conservo una foto, fechada alrededor de 1927, de mis familiares en una celebración. Lucen sonrientes, atractivos y seguros. Nadie hubiera imaginado que pocos de ellos seguirían con vida 10 años después. Y la historia que no vivimos, dejó sus huellas en varias generaciones posteriores. Si alguien piensa que voy a contarles una historia más de la Guerra Civil, se equivoca. Lo que quiero expresar es que somos parte de una cadena. Que hablan por nosotros voces distintas, aunque no ajenas.
Se han escrito muchos libros sobre la dictadura, pero lo que apenas se ha contado es el tono moral de esa época. La maldad, la crueldad, el clasismo que no solo se expresaba en los calabozos sino en la vida cotidiana. No toda la sociedad era siniestra, pero el pensamiento dominante era miserable e inmisericorde. A la vuelta de una jornada infructuosa, el cazador podía disparar un tiro en la cabeza del perro que lo acompañaba. La correa de los pantalones servía para propinar terribles palizas a los niños. Las personas con discapacidad eran ocultadas como un estigma. De las mujeres… para qué hablar. Lean a Delibes o vean esa película reveladora de Carlos Saura llamada La caza.
Los sistemas autoritarios necesitan pensar mal del ser humano, ponerse en lo peor, alentar la venganza, desprestigiar el perdón, castigar, proclamar que no hay redención posible. La democracia no sólo nos hizo más libres, sino también más buenos. Alentó nuestros mejores deseos, nos ofreció ciertos ideales colectivos.
Ahora que todo se resquebraja, vuelven las ideologías del mal a apoderarse de nuestra mente. Debe haber explicaciones sociológicas para ello. Las soluciones drásticas nos tranquilizan. El racismo nos concede una superioridad rápida ante los demás seres humanos. El castigo severo nos convierte en dueños de no se sabe qué futuro.
Dicen que el 70% de la sociedad española es partidaria de la cadena perpetua. Y lo creo. Seguramente si le preguntasen —y no lo hacen porque no es correcto— por la pena de muerte también obtendría un considerable respaldo. La gente pronuncia frases que han sido implantadas en su cerebro a fuerza de sensacionalismo barato y de espectáculo mercantil: “matar sale muy barato” o “en España hay muchos asesinatos”. No importa que los datos demuestren que nuestro país es uno de los más seguros y pacíficos del mundo. Tampoco que las condenas en España sean de las más duras de nuestro entorno. Cuando un prejuicio se asienta en nuestra cabeza es inmune a la verdad.
Para estas reformas legales se invoca el dolor de los familiares de las víctimas, sin ser conscientes de que el peor daño que la sociedad les puede hacer es no ayudarles a superar su pérdida. Por el contrario, hay verdaderos especialistas en alimentar su furia, su insatisfacción. Una senda delicada que no los dejará vivir en paz.
Uno de los pilares ideológicos del autoritarismo es la desconfianza en el ser humano, su incapacidad de gobernarse y la creencia de que solo “el palo y la mano dura” solucionarán los problemas, excepto con los delitos económicos donde la permisividad llega al extremo. Por eso, cada vez que suenan las trompetas del autoritarismo, se remueve el caldo de cultivo de la inseguridad ciudadana. Si la finalidad fuese luchar más eficazmente contra el delito, se aumentarían los recursos para la investigación policial y se pondrían en marcha sistemas efectivos de reinserción de las personas presas. Pero, no nos engañemos, no es ese el objetivo, sino apaciguar una demanda populista que ellos mismos han creado y que no tiene fin. Lo único que nos falta es que, además de salir de la crisis más pobres, salgamos más malos, sin rastro alguno de confianza en el ser humano. Mano dura y paso atrás.
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