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Almuñécar contra la corrupción

El huevo de la serpiente

Tomás Hernández. Costa Digital

El huevo de la serpiente/Tomás Hernández<br />

Veo en este mismo periódico una entrevista indignante e impropia de seres humanos. El entrevistador le pregunta a un sacerdote si considera que el cáncer detectado al concejal del PSOE en el Ayuntamiento de Madrid, Pedro Zerolo, es un aviso y un castigo divino. No sólo asiente el cura sino que afirma que la teología avala estas advertencias. Produciría risa si no hubiera tantas personas sufriendo terribles enfermedades. El presentador, por llamar de alguna manera a semejante trampantojo, le confiesa al talibán con alzacuellos que lamentaría más la muerte de su perro que la del concejal madrileño. El cura, me estoy comiendo todos los adjetivos que digo en silencio mientras escribo, le contesta que es necesaria la pena capital para acabar con la chusma y tanta gentuza como anda suelta por ahí. No estoy exagerando. Vean los tres minutos de entrevista si su estómago lo tolera.

    Llevo unos veinte años leyendo libros sobre el fenómeno nazi para comprender qué nos puede convertir en bestias. No es el odio. Ese video sobrepasa el odio. El odio es humano, como la venganza y el perdón.

    Está en esa entrevista la esencia del nazismo, el menosprecio, la consideración del semejante sin sentir el mínimo dolor por su sufrimiento, por su desamparo. Ese fue el triunfo de Hitler, transformar a un pueblo culto y decepcionado, como los alemanes empobrecidos de la república de Weimar, en bestias sin dolor.

    Las memorias del actor alemán Klaus Kinski se publicaron en una colección de literatura erótica. Nunca entendí por qué. Quizá por su desafortunado título. Cuenta en ellas que cuando necesitaba dinero, le decía a su amigo, director de un teatro en Berlín, que le preparara un recital de textos de Shakespeare. Kinski recitaba, en inglés, claro está, textos de Shakespeare. Sonetos, pasajes de sus obras, y llenaba el teatro durante semanas. Cuando eso ocurría, los españoles íbamos en alpargatas y sufríamos no una guerra civil sino un exterminio ideológico, como dice Preston. Los mismos espectadores que aplaudían la sabiduría y la belleza de los versos de Shakespeare, miraban a otro lado  unos años después, mientras gaseaban a sus vecinos judíos, incapacitados, gitanos, homosexuales.

    Ese cura, ese trampantojo con micrófono, son la esencia del nazismo, el huevo de la serpiente.

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