Democracia y trabajo
Luis García Montero
La democracia española necesita un proceso constituyente. Resulta necesario abordar asuntos de condición muy diversa. Por fortuna todavía no ha surgido ninguna corriente significativa que cuestione el sentido de la democracia como sistema. Pero el descrédito afecta ya de forma grave al funcionamiento de algunas de sus instituciones y de sus raíces.
La Constitución no se cumple en sus compromisos de carácter social y, sin embargo, se utiliza como estrategia oficial para cancelar debates cívicos tan importantes como la ordenación territorial, la forma de Estado o el valor concedido al déficit en las inversiones y los servicios públicos. A esto se le añade el descrédito de Tribunal Constitucional y de sus miembros. No es ya que los nombramientos se hagan según la hoja de servicios prestados a los partidos de Gobierno…, es que a veces se contaminan las sentencias al dejar las decisiones en manos implicadas ideológicamente en los asuntos sobre los que deben decidir. Se confía la interpretación de las leyes a personas que han tomado partido de antemano.
Un descrédito parecido afecta a los aparatos políticos, al Parlamento y a las complicidades que hay entre los poderes públicos y la banca. Vivimos bajo una ola de descrédito, y este tipo de olas son peligrosas si no se encuentra una solución oportuna que permita respirar. Como no tomemos decisiones radicales, de raíz constituyente, para defender la democracia, corremos el peligro de caer en la justificación de la violencia o en las tentaciones totalitarias. Intransigencia y radicalidad democrática contra la corrupción de un sistema, pero también como vacuna contra la violencia y el totalitarismo.
En medio de este panorama de descrédito, es conveniente no olvidar la raíz de los problemas. Y me parece que la ola de regeneración, el deseo civil regenerativo que triunfa en los movimientos sociales, se está olvidando de algo decisivo: el mundo del trabajo como factor principal de la democracia y de la distribución de la riqueza a través de unos salarios justos. Los métodos participativos son importantes, claro que sí. El problema de los desahucios en España y la impunidad de los bancos claman al cielo y al infierno, claro que sí. La monarquía es hoy un símbolo de las élites económicas y políticas que acorazan una rutina basada en la injusticia, claro que sí. Pero nada fue más grave para la sociedad española que unas reformas laborales que han dejado a los trabajadores sin defensa, sin contratos dignos y sin salarios justos.
Cualquier movimiento alternativo se queda en el aire si no pone en el centro de sus propuestas (junto a las elecciones primarias para elegir candidatos o junto al cambio de la ley hipotecaria), una reforma laboral positiva que devuelva a los trabajadores los derechos robados.
Este olvido del mundo del trabajo no afecta a una derecha económica que suele acertar al elegir sus prioridades. En cuanto la crisis económica y el proceso desequilibrado de la construcción europea dieron la oportunidad, las élites se precipitaron para acabar con las conquistas laborales logradas durante años de lucha social en la clandestinidad y en la transición democrática. Es la derecha la que ha dinamitado su parte de responsabilidad en el espíritu de esa Transición que tanto esgrime para defender a un Rey o para legitimar una Constitución cada vez más alejada de los ciudadanos.
Contando con la obedicencia de los políticos de turno, su estrategia no se ha limitado a imponer unas reformas laborales sin piedad para los trabajadores. Ha desatado también una campaña feroz de desprestigio contra los sindicatos, intentando hundir el sentido de las organizaciones que ponen las últimas barreras a su avaricia y a su brecha social. ¡Cuidado con el descrédito de los sindicatos en esta ola generalizada de descréditos! Los ciudadanos deben criticar los errores de los sindicatos, claro está. Deben exigirle una renovación, nuevas actitudes, claro está. Pero no les conviene olvidar su valor democrático en las defensa diaria de sus derechos laborales. Eso significa caer en la trampa del enemigo.
Porque la derecha no se olvida. Estamos viviendo ahora una campaña de criminalización y de represión escandalosa contra los sindicalistas. Las actitudes represivas de este Gobierno, que tiende a convertir en cuestión de orden público cualquier disidencia política, se ha centrado en los sindicatos. Por algo será. Más de doscientos sindicalistas han sido imputados, algunos de ellos sentenciados ya con años de cárcel y multas desmedidas, por su actuaciones en las huelgas generales de 2010 y 2012. Sin casos de violencia real, por manchar el agua de una piscina o llamarle esquirol a un esquirol, se está condenando en firme con razonamientos impropios de una democracia. Y digo impropios porque ahora se utiliza en las sentencias “el delito contra los derechos de los trabajadores” para aniquilar sus derechos, por ejemplo, el de huelga.
Las élites intentan acabar con las movilizaciones sindicales, desanimar a los trabajadores en sus protestas. Por eso conviene situar al mundo del trabajo en el centro de cualquier debate que se produzca entre la izquierda y la derecha, los de arriba y los de abajo, la casta y la no casta. A lo largo de los siglos no hemos hecho otra cosa que discutir de lo mismo.
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