Requiem por el Impuesto de Patrimonio
Juan Francisco Martín Seco
El Impuesto de Patrimonio está condenado a muerte. Los dos partidos mayoritarios han incluido en los respectivos programas electorales su eliminación, lo que no puede extrañarnos, teniendo en cuenta la evolución que desde hace muchos años ha experimentado nuestro sistema fiscal: deterioro de la progresividad, reducción de gravámenes a las rentas empresariales y de capital, y potenciación de los impuestos indirectos. Como siempre, lo más hiriente de este proceso son las mentiras que se manejan.
El anuncio de la supresión del Impuesto de Patrimonio ha venido precedido de toda una campaña de desprestigio de esta figura tributaria. La estrategia es muy simple. Se trata de repetir constantemente la misma idea aunque sea sin argumentos, o bien con argumentos superficiales y falsos; la consigna va quedando y así uno de los principales políticos españoles puede afirmar en la radio sin que nadie le replique que van a suprimir el Impuesto de Patrimonio, “que, como todo el mundo sabe, es un impuesto injusto y obsoleto”.
Los que tachan de injusto este impuesto acuden a una teoría en boga, la doble imposición. Afirman que se tributa dos veces porque los recursos que se pretende gravar han tributado ya por el IRPF. Algunos han encontrado la piedra filosofal, siempre que quieren arremeter contra un gravamen se escudan en la doble imposición. Y es que, dado el proceso circular de la renta, todos los impuestos estarían inmersos en este concepto. De acuerdo con esta visión tan estrecha, sólo podría existir un tributo. ¿Acaso no tendríamos que hablar de doble imposición en el IVA o en los Impuestos Especiales, ya que los recursos que dedicamos al consumo han sido previamente gravados en el Impuesto sobre la Renta? En el Impuesto de Trasmisiones, ¿no son los mismos bienes los que se gravan en una serie indefinida de transacciones? Y qué decir del IBI, este sí que es un impuesto de patrimonio, sólo que generalizado, no progresivo y que recae exclusivamente sobre los bienes inmuebles, con lo que afecta principalmente a las rentas bajas. Nadie ha pedido sin embargo su supresión, todo lo contrario, se está incrementando de forma espectacular, entre otros motivos para compensar la eliminación de las licencias industriales de los empresarios.
La suficiencia y la equidad de un sistema fiscal exigen una pluralidad de impuestos complementarios y debidamente armonizados que graven las manifestaciones de capacidad económica de los ciudadanos, y pocas magnitudes indican mejor dicha capacidad que el patrimonio.
La segunda razón esgrimida por los detractores del impuesto para tildarlo de injusto es, cómo no, que recae exclusivamente sobre las clases medias, puesto que los contribuyentes de ingresos elevados se escapan de su gravamen mediante la creación de sociedades interpuestas. No es, desde luego, un argumento muy original. Un razonamiento similar se ha utilizado cuando se trataba de reducir la progresividad del IRPF o de eliminar el Impuesto de Sucesiones.
Siempre la misma monserga que posee una buena dosis de cinismo, sobre todo cuando después se reduce el Impuesto de Sociedades, o cuando se exime a éstas de tributar por los incrementos patrimoniales o se eliminan los mecanismos de transparencia que permitían imputar a los socios los beneficios y patrimonios de la sociedad.
Si las grandes fortunas eluden tributos tales como el IRPF, Patrimonio o Sucesiones, es tan sólo porque el poder político se lo permite. Las sociedades no se encuentran flotando en el aire, tienen accionistas, que pueden ser perfectamente identificados, y los valores de aquéllas, incorporarse al patrimonio de sus dueños. El Estado tiene suficientes mecanismos para evitar la evasión o la elusión (para el caso, da lo mismo) de este impuesto. Algo similar cabe afirmar de las clases medias. No existe ningún impedimento para no elevar el límite exento y dejar por tanto fuera del alcance de este tributo el montante de riqueza que se desee.
Se afirma que este impuesto ha quedado obsoleto. Por lo visto, ahora los tributos modernos e innovadores son los indirectos. Por ese camino, puede que lleguemos a un gravamen tan original como era el de puertas y ventanas. Lo cierto es que el Impuesto de Patrimonio no puede estar obsoleto por la sencilla razón de que está casi por estrenar, apenas se había comenzado a extraer toda su virtualidad.
Se afirma con superficialidad que su único objetivo consistía en ser un elemento de control. No hay por qué negar que ésta podría ser una de sus finalidades –curiosamente, tal cometido parece despreciarse ahora a pesar de las enormes bolsas de fraude existentes–, pero hay otra más importante: la de ser, junto con el Impuesto de Sucesiones y el IRPF, un factor de corrección de la injusta y desigual distribución de renta que realiza el mercado. No es ningún secreto que el sistema económico capitalista produce la acumulación progresiva de recursos y riquezas, y que se precisa de la actuación del Estado, especialmente a través del sistema fiscal, para subsanar tales efectos nocivos.
El Impuesto de Patrimonio puede ser un buen instrumento de socialización, pero precisamente por esto siempre ha contado, tanto en España como en Europa, con la oposición radical de las fuerzas económicas y reaccionarias.
En un sistema fiscal moderno y progresivo, el Impuesto de Patrimonio tiene un importante papel que cumplir. Es evidente que el actual tiene múltiples defectos y lagunas, pero ello debe constituir un motivo para su reforma, nunca para su supresión. Esto me recuerda aquella coplilla de nuestra tradición literaria: “El Señor Don Juan de Robres, con caridad sin igual, hizo hacer este hospital y primero hizo a los pobres”. Nosotros primero creamos los agujeros fiscales y luego, amparándonos en ellos, suprimimos el gravamen.
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