La conciencia de la objeción
La asignatura de Educación para la Ciudadanía se ha situado, de mano de los sectores más reaccionarios de la sociedad española, en uno de los epicentros del forzado debate mediático que busca desgastar al partido en el Gobierno de Madrid. El autor define y centra su análisis crítico en el pretendido derecho de objeción de conciencia que esgrimen algunos docentes para negarse a impartir la mencionada asignatura, actitud que contempla con estupor mientras se pregunta «¿imaginan al profesorado ateo objetando la enseñanza y aprendizaje de Berceo, de Teresa de Jesús, de Juan de la Cruz, de Fray Luis de León, y del Padre Coloma»?
La palabra conciencia es de las que pertenecen al orden sagrado de la semántica. Dices conciencia y parece como si entrases en una nebulosa donde todo es místico, misterioso y reverencial. ¡Ah, la conciencia! Probablemente, esta sacralización del término tenga un origen religioso. Recuerden aquel tenebroso «examen de conciencia y dolor de los pecados» de antaño. Paradójica simbiosis. Porque conciencia significa «ciencia con», ciencia de uno mismo en relación con la de algo o alguien. Y se dice ciencia, y no impresiones, sentimientos o afecciones espiritosas subjetivas, mediante las cuales hallar la excusa acomodaticia: «Esto no me lo permite mi conciencia...».
Dar a esta conciencia carta de naturaleza -jurídica o empírica-, acarrea muchos quebraderos. A quien la invoca -que eleva a oráculo sagrado-, y, también, al poder, el cual se ve obligado a dirimir su veracidad y su constitucionalidad. Pues es sabido que, detrás de este mecanismo objetor, se solapan intereses individuales y corporativistas, que nada tienen que ver con principios morales y éticos.
Muchas personas creen que tienen derecho a la objeción de conciencia a impartir, pongo por caso, la asignatura de Educación para la Ciudadanía y los derechos humanos. La verdad es que ignoro de qué chistera de prestidigitador se saca esta gente que puede objetar la enseñanza de cualquier asignatura. Ni siquiera los profesores tenemos derecho para decidir los contenidos del currículum, sea de matemáticas, de ciencias, de lengua o de papiroflexia. Y, por supuesto, tampoco lo tienen los padres para quitar y poner asignaturas, o darlas en inglés, tagalo o kimbantú. Ni lo tiene la Iglesia con su dichosa religión mareante.
Como se ha repetido hasta el vómito, las clases de religión son una deuda vergonzante que el Estado contrajo en primeras nupcias con la Iglesia de Franco. Por ello, apelar al artículo 27.3 de la Constitución como fundamento de tal derecho es pura logomaquia, pues, aunque reconoce que la «formación religiosa y moral de los hijos» será acorde con «las convicciones de los padres», en ningún momento se regula que dicha formación se hará en las instituciones públicas. Lo que el artículo dice es que los padres pueden hacer con sus hijos sus respectivos clones ideológicos, religiosos y morales, lo que, también, sería muy discutible, si apelamos a los derechos de la infancia.
La aceptación por parte del Gobierno actual de la presencia de la enseñanza religiosa católica en las escuelas revela su ya estructural fragilidad y sometimiento ante la Iglesia, cada vez más «enroucada» e integrista. Además de una incongruencia absoluta, revela un trato discriminatorio estableciendo el ámbito del ejercicio de los derechos individuales.
Si el estado es la única instancia legal y legítima que determina los contenidos de enseñanza del sistema educativo, ¿a qué viene esa masoquista permisividad con la Iglesia? La presencia de la religión en las escuelas es un baldón ignominioso para la autonomía del poder civil; y un gesto difícil de entender, tratándose de un estado constitucionalmente aconfesional.
Ni la Iglesia, ni los padres, ni los profesores, gozan de derecho alguno para decidir qué es lo que estudiará el alumnado. Y ya es paradójico que, quienes más idolatran el totalitarismo del Estado, se rebelen contra él, cuando lo único que hace éste es ejercer su poder. No existen derechos lingüísticos de las personas para exigir al Estado que se dé castellano o euskara en las escuelas e institutos. Yo hasta dudo que la persona tenga el «deber» de conocer la lengua de su país y el «derecho» a usarla, como dice la Constitución, pero, aunque así fuera, no se deriva de ello que las personas tengan derechos adquiridos para decidir qué es lo que hay que estudiar en la escuela o en el instituto. Establecer el contenido de una asignatura es prerrogativa que se atribuye de forma tan exclusiva como excluyente el Poder. Que se sepa, ningún poder, fascista o demócrata, ha renunciado a tal derecho.
Ni que decir tiene que esto de la objeción de conciencia a asignaturas y mandangas parecidas es una maniobra política para minar la salud de los Gobiernos, que son de signo contrario a los intereses personales. La objeción de conciencia es un campo abonado para el cultivo de la hipocresía y de la mentira, amparado en la apelación a unos presuntos principios de dignidad, pero que, en la práctica, se utilizan únicamente como medios para destruir una determinada política social. El medio de la objeción de la conciencia es intrínsecamente lábil e inconsistente. De ahí que no garantice ningún buen fin.
¿Imaginan a los profesores objetando y negándose a impartir ciertos contenidos, apelando, por supuesto, al derecho de su delicadísima conciencia científica, ética, ideológica, filosófica, gastronómica y sexual?
Más en concreto: ¿Imaginan al profesorado de literatura negándose a poner en circulación de su alumnado la existencia y obra de ciertos autores, ideológicamente rastreros hasta la vesania, enemigos de cierta condición humana, racistas, violadores y asesinos...?
Y, en la línea torticera de los «objetores católicos», ¿imaginan al profesorado ateo objetando la enseñanza y aprendizaje de Berceo, de Teresa de Jesús, de Juan de la Cruz, de Fray Luis de León, y del Padre Coloma y de tanto escriba sentado y tonsurado presente, que han hecho de la teocracia el sentido literario de su escritura?
No sólo el terreno de la ideología podría ser materia excusable para presentar objeción de conciencia. También serviría la estética. Y así, se podría objetar: ¿por qué explicar a ciertos escritores que, en opinión del objetor, no dan la talla estética? O, ¿por qué dar la Generación del 98, formada por un grupo de escritores la mar de aburridos y quejumbrosos?
Y ya puestos: ¿Por qué alterarse ante el hecho de que haya gente a la que le resulta intolerable pertenecer por obligación a un Estado y a una nación cuya Historia da dentera? ¿Por qué los nacionalistas españoles no aceptan de ciertos vascos y catalanes la objeción de conciencia de pertenecer a España? A fin de cuentas, el separatismo bien pudiera considerarse como una muestra más de objeción de conciencia, tan justa y tan razonable, o más, como la objeción a la asignatura de Educación para la Ciudadanía,
Sirva como colofón una cita de una novela del XVIII. Dice su personaje principal: «El día que descubrí que la palabra conciencia era la manera refinada que tenían ciertos crápulas, entre los que podría enumerar monseñores, magistrados y ministros, para referirse al estómago, se me aclararon muchas dudas, especialmente morales y religiosas, y comencé a ser feliz».
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