La realidad y el deseo
Luis García Montero
La represión policial de los ciudadanos es siempre un síntoma del fracaso de la política. Ya sea porque la autoridad quiera silenciar la rebeldía a través de la fuerza, ya sea porque los ciudadanos opten por una violencia que propicie la acción policial, el naufragio de la política queda reflejado en las sirenas, los botes de humo, las palizas, las piedras y el miedo callejero.
Mis hijos están asistiendo en los últimos meses a un control policial de las protestas y las calles muy parecido al que yo conocí en mi adolescencia y juventud bajo el ordeno y mando de Fraga Iribarne. Mientras en otros lugares de Europa se vivía la primavera de Praga contra las dictaduras del estalinismo, los españoles intentábamos luchar contra las primaveras de Fraga. Los ciudadanos eran tratados como criminales, imperaba la prepotencia de los uniformes grises de la policía armada, cualquier disidencia se consideraba un agravio contra la imagen de España y las porras escenificaban la distancia entre la sociedad real, con sus padecimientos y sus ilusiones, y la España oficial. Mi generación se educó en la idea de que para ser rebelde había que correr siempre más que la policía. Había también que luchar para que en un tiempo cercano esas carreras fuesen sustituidas por el ejercicio libre de la política.
Tardé muchos años en mirar con tranquilidad un uniforme de policía o de guardia civil. Con excepciones y sin abandonar un sano sentido de la prevención ante los maderos, la democracia sirvió, entre otras cosas, para que los ciudadanos viésemos poco a poco en las fuerzas de orden público una extensión de las leyes democráticas. Ese logro de décadas está cayéndose por los suelos en pocos meses por culpa del gobierno autoritario de Rajoy, con procedimientos cercanos a un fascismo característico de ese padre de la Transición llamado Manuel Fraga. El despliegue policial que ha rodeado el Congreso, para defender a los señores diputados de las legítimas protestas ciudadanas, ha sido propio de otra época, o mejor dicho, de esta época protagonizada por los herederos directos del Caudillo. El pueblo que quiere olvidar su historia está condenado a heredar todos los vicios del pasado. Los santificadores de la Transición harán bien en contemplar hoy las ruinas de su democracia. Será mejor que se muerdan la lengua.
Porque hay una diferencia entre mis hijos y yo, entre mi manera de correr ante la policía y la indignación de los jóvenes actuales. Yo protestaba a favor de la política, de la democracia, de la necesidad de intervenir en la realidad a través de unas instituciones legítimas. Mis hijos están siendo invitados a protestar dentro de una marea que extiende el descrédito de la política y de sus instituciones. Ese es el gran logro que ha conseguido el pensamiento reaccionario. Con el grito de todos son iguales y con el desprecio al parlamento, sale perjudicada la confianza en nosotros mismos, en la política, en la posibilidad de transformar las cosas. Los grandes banqueros, los especuladores, los verdaderos canallas, han desviado la atención. Ellos son los responsables de lo que está pasando porque su condición es inseparable de nuestra desgracia. No caigamos en la trampa. Los diputados no son culpables por ser diputados, sino por someterse a las cúpulas de unos partidos mayoritarios que han humillado nuestra vida, nuestra democracia, nuestras escuelas, nuestros sueldos y nuestra sanidad, a los intereses de los mercados financieros.
Tengamos claro quién es el enemigo y cuáles son nuestras fuerzas. Y defendamos la política. Tomemos el parlamento, pero a través de los votos. Vamos a conseguir unos diputados capaces de representar a la soberanía civil de los españoles. No nos dejemos llevar por una demagogia reaccionaria que acabe definitivamente con el crédito de la democracia en España. No nos hagamos siervos para siempre. Agrupémonos todos en un frente cívico que tome las instituciones a través del voto para acabar con los dioses, reyes y tribunos que nos están faltando al respeto.
0 comentarios