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La Copa del Mundo y la política de la inmigración: ¿Dirán lo que piensan algunos jugadores?

La Copa del Mundo y la política de la inmigración: ¿Dirán lo que piensan algunos jugadores?

La Copa del Mundo está produciendo situaciones caprichosas: la rápida eliminación del actual campeón, Italia; todos los equipos africanos con la excepción de Ghana vencidos en la primera vuelta; y algunos equipos con pocas probabilidades, como Japón y Eslovaquia, calificados para octavos de final. Nos hemos fijado mucho en la falta de entusiasmo de Inglaterra, en el merecido éxito de Suramérica y en la patética implosión de Francia. Pero el torneo también ha suministrado convincentes corrientes políticas que merecen nuestra atención.

Para comenzar, varios países europeos con políticas de inmigración extremadamente draconianas se han beneficiado masivamente de dicha inmigración. Mientras la extrema derecha aumenta su retórica contra los inmigrantes, son ellos los que en realidad han ayudado a esos países a lograr el éxito en la Copa Mundial.

Alemania, por ejemplo: sin Mesut Ozil –hijo de un trabajador turco– cuyo maravilloso disparo contra Ghana aupó a Alemania a la segunda vuelta, los alemanes no sólo sería claramente menos imaginativos, sino que habrían estado hace tiempo de vuelta en Alemania tomando hefeweizen [cerveza de trigo, N. del. T.] y viendo el resto del torneo en la televisión. Cacau, nacido en Brasil, ha inyectado energía al ataque alemán después de obtener la ciudadanía la primavera pasada. Su impresionante compañero Miroslav Klose nació en Polonia, como Lukas Podolski, y ambos fueron estrellas en la campaña de la Copa Mundial de Alemania en 2006.

En Suiza, cuyo principal partido político, la Union Démocratique du Centre, ha impulsado la política contra los inmigrantes y trató de ilegalizar la construcción de minaretes, Gelson Fernandes, nacido en Cabo Verde, marcó el gol del triunfo contra el poderoso equipo español mientras Blaise Nfuko, nacido en el Congo, ha asegurado una presencia permanente y atlética en la delantera. ¿Y dónde estaría Portugal sin su hábil trío de Pepe, el centrocampista, el delantero Liedson y el robusto mediocampista Deco cuyo juego fue esencial en la calificación de Portugal para Sudáfrica? A pesar de los lamentos racistas en Arizona, el equipo de EE.UU. también se ha beneficiado de la inmigración.

Los padres de Jozy Altidore –quien fue vital para el éxito de EE.UU. en este Mundial– emigraron de Haití. Altidore lleva regularmente una muñequera con una bandera haitiana para reconocer su herencia; por cierto, la muñequera también tiene una bandera de EE.UU.

Semejantes éxitos de los inmigrantes en el escenario de la Copa Mundial han provocado una ola de doble pensamiento orwelliano cuando los hipernacionalistas aficionados al fútbol tienen simultáneamente dos ideas contradictorias en sus cráneos. Con las venas del cuello hinchadas mientras vitorean al equipo de su país, esos fanáticos destilan xenofobia durante el día y se ponen los colores del equipo nacional de noche.

Pero los reaccionarios y conservadores europeos no son los únicos que sufren de doble pensamiento. Yo también sufro, aunque en un sentido diferente. Me doy cuenta de que la FIFA está estafando a Sudáfrica cuando los beneficios récord salen del país y se prioriza la extravagante construcción de estadios sobre las necesidades básicas de la ciudadanía. La FIFA y sus promotores han recitado de memoria el tema de costumbre, la charlatanería de la filtración de riqueza utilizada para racionalizar todas las extravagancias del deporte internacional. También existe la sucia práctica de los patrocinadores corporativos que imponen su posición comercial privilegiada, persiguiendo a los oportunistas del marketing como si fueran despreciables asesinos. En conjunto es una tarjeta roja abominable y apoyo pleno a los disidentes que marchan contra estas graves injusticias.

Y a pesar de todo no puedo dejar de sumergirme enteramente en los vaivenes de esta Copa del Mundo. Evidentemente amo el fútbol, pero también creo que los futbolistas tienen potencial para presionarnos colectivamente hacia una sociedad más justa. Terry Eagleton escribió recientemente: “en estos días, para la mayoría el fútbol es el opio del pueblo, o su cocaína, o su crack”. La clave sutil de este párrafo es “la mayoría”. De hecho, muchos futbolistas han decidido nadar contra la corriente en medio de este clima social, involucrándose en distintas labores de trabajo benéfico. Dirk Kuyt, de Holanda, dirige una fundación que mejora las posibilidades deportivas de los discapacitados. Joseph Yobo, de Nigeria, ha hecho un trabajo importante de mejora social con jóvenes en el Delta del Níger, distribuyendo más de 300 becas de estudios. Otro Super Eagle de Nigeria, Nwanko Kanu, dirige una fundación para personas con problemas cardíacos.

Pero el trabajo de caridad no es lo mismo que adoptar una enérgica posición pública sobre temas controvertidos como la inmigración o a la guerra, por no hablar del activismo por la justicia social. Debido a la naturaleza híper-comercializada del fútbol, los jugadores no quieren molestar a los patrocinadores (existentes o potenciales), exasperar a los dueños y administradores de los equipos o atraer la malevolencia de unos fanáticos que les gritan que lo que tienen que hacer es callar y jugar. Tiene más sentido seguir el camino de David Beckham y convertirse en un atleta polisémico, para todos los usos, a quien los espectadores puedan interpretar de cualquier manera.

Pero no puedo abandonar la naciente esperanza de que los futbolistas puedan decir lo que piensan. Puede que estéis murmurando en vuestro interior que las probabilidades de que esto suceda son tan grandes como que el entrenador francés Raymond Domenech sea nombrado Director Técnico del Año de la Copa Mundial. Pero los jugadores han ido más allá del trabajo benéfico, como Didier Drogba, que emplea su capacidad futbolística como plataforma para ayudar a reconciliar facciones políticas en la Costa de Marfil.

Y el cronista deportivo Dave Zirin tiene razón: “El deporte es, a fin de cuentas, como un martillo. Y un martillo se puede usar para darle a alguien en la cabeza o para construir algo hermoso. Depende de cómo se utilice”. En estos últimos días de la Copa del Mundo, me entusiasmará la mezcla deleitable de trabajo en equipo, pericia individual y arte que sólo el fútbol puede suministrar. Pero también espero que un futbolista conocido llegue a blandir su martillo sociopolítico para construir algo más grande que él mismo y ciertamente más grande que el Trofeo de la Copa del Mundo de la FIFA.

Jules Boykoff es un ex jugador profesional de fútbol que representó al equipo olímpico de EE.UU. en partidas internacionales. Es profesor asociado de ciencias políticas en Pacific University en Forest Grove, Oregón. Para contactos, escriba a: boykoff@pacificu.edu

Fuente: http://www.counterpunch.org/boykoff06292010.html

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