Crisis: Mentiras para la resignación
Sí, esta crisis es diferente, como España, incluida Catalunya, llena de curas, lameculos, zascandiles, reaccionarios, mediocres, equidistantes, intelectuales de pacotilla, llorones, arribistas de mediopelo y…, gente maravillosa, extraordinaria, trabajadora, sabia, crítica, gozosa, riente, altruista, generosa, preparada, modesta, luchadora, libre y justa.
Es diferente porque no existe una contestación social contundente ni unos medios de comunicación a la altura de los tiempos, lo es porque la cubre un manto de tristeza y abatimiento casi generalizado, también porque pocas veces desde la Segunda Guerra Mundial el viejo continente se ha visto en mitad de un huracán no provocado, en principio, por él. Pero sobre todo, esta crisis es diferente porque todo es una gran mentira, porque nos están engañando y nos estamos dejando engañar sin rechistar, sin decir esta boca es mía, consintiendo no sólo que los chorizos que la provocaron, se beneficiaron y benefician de ella sigan en libertad, sino que continúen dando esperpénticas lecciones de cómo salir del torbellino que ellos atizaron a sabiendas de sus consecuencias a medio plazo.
En principio, es mentira que un país como España no pueda pagar su deuda total, una deuda grande que incluyendo la pública y la privada asciende a un 164 % de su PIB, siendo la deuda privada más de las tres cuartas partes del total. Ya sabemos que una de las grandes mentiras es la estadística, pero a algo tenemos que agarrarnos cuando no existen herramientas más fiables: Los ingresos medios de una familia española ascienden a 28.000 euros, casi cinco millones anuales de las antiguas pesetas. Con el treinta por ciento de esos ingresos, una familia de aquí podría pagar perfectamente la compra de una casa que valiese cuatro veces más, o sea, 120.000 euros, y no tendría que pasar absolutamente nada. ¿Qué ocurre, pues, con las deudas conjuntas de los Estados? Pues, eso es lo que pasa, que no ocurre nada, que la mayoría de los países de Europa han tenido deudas mayores en otros tiempos y han pagado por ellas intereses más altos, que los Estados tienen que endeudarse exactamente igual que los particulares para hacer frente a las necesidades generales.
¿Entonces? Muy sencillo. Desde hace al menos un par de décadas, los partidarios de disminuir el volumen del Estado y transferir muchas de sus funciones a corporaciones particulares han conseguido hacerse con enormes cantidades de dinero provenientes de fondos de pensiones, fondos sanitarios y otros servicios públicos que antes eran monopolio del Estado.
Esos fondos viajan por el mundo a la velocidad de la luz, es decir a la velocidad que usted tarda en enviar un correo electrónico a un amigo que vive en Sidney, provincia de Australia, y lo hacen sin que nadie, absolutamente nadie los controle. ¿Con qué objetivo? ¿Acrecer las pensiones futuras de quienes se han visto forzados a contratar esos planes? ¿Mejorar la asistencia sanitaria de quienes tienen una póliza privada? ¿Hacer más efectiva la investigación farmacéutica? No, ni mucho menos. Usted contrató un plan de pensiones mediante el cual una empresa que no se sabe si existirá cuando usted se jubile se comprometía a darle tanto al mes o tanto de una vez. Ni más ni menos.
A lo que se dedican esos estafadores que manejan esos fondos privatizados es a jugar con su dinero para maximizar beneficios, sus beneficios, nunca los de usted, sin que ningún organismo público nacional ni internacional los fiscalice, que para eso está el libre movimiento de capitales. Si el negocio está en subir la deuda griega hasta hacer que ese país no pueda pagarla, pues ahí acuden, si después le toca a Portugal, allí irán, y así sucesivamente. ¿Para qué van a fiscalizar los movimientos económicos los bancos estatales o el Banco Central europeo si están las agencias privadas de calificación? Qué gilipollez.
Hasta hace poco se anunciaban productos con la garantía del Estado. No ofrecían una alta rentabilidad pero siembre se sabía que eran seguros. Cuando comenzaron las privatizaciones salvajes de servicios públicos, el Estado comenzó a disminuir y a transferir muchas de las cantidades que ingresaba a entidades privadas movidas exclusivamente por el ánimo de lucro. El Estado fue disminuyendo su peso y los manejadores de fondos a aumentar el suyo, de tal modo que hoy el dinero que manejan esos fondos que nunca se sabe dónde están y a los que llaman “mercados”, es mucho mayor del que puede disponer un Estado desarrollado como España.
Sucede, pues, que son esos señores, quienes están atacando las deudas soberanas de los países europeos para subir el tipo de interés que pagan por ella. España, Italia, Portugal o Bélgica no tendrían ningún problema para pagar su deuda si esta se pagase al tipo de interés que marca el Banco Central Europeo, pero como ese banco se niega a cumplir con el papel para el que en teoría fue creado, permite que “los mercados” jueguen con los países y con las personas que los habitan a su libre antojo, esperando que en vez de ganar un dos por ciento por adquirir deuda segura, puedan llegar a ganar el doble, el triple o lo que les venga en gana. Todo a costa de su bolsillo, de su trabajo y de su tranquilidad.
Los Estados, quienes mandan en ellos tanto a nivel central como periférico, saben desde hace tiempo que cuando más engorden a los dueños de los “mercados”, más dependerán de ellos y más caros serán los productos o servicios que de ellos demanden, pero confiaban en que el aumento constante de sus ingresos debido al “crecimiento económico perpetuo” derivado del aumento progresivo de las transacciones comerciales internacionales, es decir, de los impuestos indirectos, les permitiría ir haciendo frente con holgura a los pagos e inversiones que fuesen menester o que no lo fuesen.
A sabiendas, los Estados han permitido que una parte fundamental de ellos como son los servicios públicos esenciales, pasen a manos privadas, produciéndose un traspaso enorme de fondos a quienes los manejan exclusivamente para su interés personal o corporativo y contra los intereses generales.
Hoy las corporaciones son más grandes que los Estados, los gobiernos están pasando a ser meros ejecutores de las políticas que más agradan a “los mercados”, pensando que de ese modo lograrán salvarse de sus constantes amenazas, aunque conscientes de que su voracidad es insaciable, que lo que piden hoy no será nada para lo que pedirán mañana. El Estado les sobra, les sobra eso que se llamó Estado Social de Derecho porque, envalentonados por sus concesiones, piensan que todavía sigue detrayendo muchos billones de euros al negocio. Se trata pura y simplemente de ahogarlo para que transfiera los servicios que todavía tiene en su poder y se dedique únicamente al papel que le asignaban los partidarios del liberalismo económico a principios del siglo XIX: A controlar a los indeseables que no acatan la ley de la selva, a hacer de policía, de castigador de descarriados y azote de malpensantes.
Podrían haber optado por otras soluciones después de ver cómo reaccionó la bestia tras la vorágine privatizadora, podrían haber reclamado para sí de nuevo muchas competencias cedidas, recuperando la banca pública, el control sobre los capitales, una política fiscal más progresiva o los servicios públicos esenciales en exclusividad. Podrían haber actuado al unísono, como un solo hombre, ante la que veían se nos venía encima gracias a los “mercados”, encarcelando a los responsables del colapso, aboliendo los paraísos fiscales, castigando severísimamente las prácticas especulativas, pero no, tras unos primeros momentos de dudas, decidieron seguir por el camino emprendido hace años, agachar la cerviz, pisar el acelerador y encumbrar de nuevo a los delincuentes que cocieron este brebaje.
Contrasta la atomización del poder en Occidente, su volubilidad, su debilidad para con los fuertes, con el férreo control político de que hacen gala países de economía esclavista como China. Será que, ajenos al pueblo, quieren que aquel modelo inhumano sea en adelante, el de todos, en todos los sentidos.
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