La vuelta del proletario (1)
Francisco Cervilla. Costadigital
O sea, que los estafadores, ladrones, bandidos, malhechores, salteadores de caminos, (y un largo etcétera), no estaban en la cárcel o escondidos en sus casas ocultando sus rostros para impedir ser descubiertos, no, se dedicaron a pasearse y mostrarse en la prensa y la televisión, se prodigaron en todos los medios posibles, se afanaron para embarcarse en las grandes empresas, entidades bancarias, organismos públicos, gobiernos y en las más altas instancias, se colaron por todos los resquicios, que por lo visto eran muchos, para hacer suculentos negocios y pillar todo lo que se pusiera al alcance de sus manos. Lograron de este modo desprestigiar una profesión tan noble como imprescindible, la política, consagrando en la misma tacada la cultura del pelotazo.
La magnitud del descaro fue tal que pese a las espesas coberturas levantadas con laberínticas triquiñuelas legales y complejas ingenierías financieras, pese al inmenso poder que llegaron a tener y tienen, no pudieron aquietar los rumores y las sospechas, que ellos mismos con su forma de proceder alimentaron.
Pero el saqueo de las arcas públicas no era un hecho sin trama, tenía su contexto, iba de la mano de la gran afluencia de dinero y del dispendio de muchos responsables de la administración: construcción de aeropuertos inútiles, edificaciones de centros culturales y ciudades de la cultura megalomaníacos, levantamientos de estadios imperiales jamás llenos, puertos inacabables, trazados de AVE para usuarios fantasmas. Delirio fruto de la demagogia, el populismo y la jactancia del electo de turno.
Al expolio de lo público vino a sumarse la crisis. Esa crisis de la que nos dicen, muchos de los que han malgastado, han robado o han sido testigos del hurto, que somos responsables. No hay dinero, nos explican con tono reprobatorio, como si nos lo hubiéramos tragado nosotros, el pueblo, la plebe como se dice. Hemos llegado a enterarnos que vivíamos de prestado, que el dinero que creíamos tener era una falacia, y así nos hemos percatado de que todas las facilidades de los bancos, solícitos para conceder préstamos, con el fin de poder comprar el último coche, tener la mejor segunda residencia cuando aún estaba sin pagar la primera, hacer el mejor viaje, etcétera, eran una trampa. El banco amigo, dejó de serlo.
Nos pusimos al corriente de órganos y operaciones financieras que nos resultaban ajenas e incomprensibles. Empezamos a observar los movimientos de la bolsa. La economía como noticia lo nublaba todo. Aparecieron, o se nos hicieron presentes, los mercados, las agencias de calificación, la prima de riesgo. Y ahora seguimos el rastro casi diario del engendro Merkozy. Y ello sin ninguna vocación.
Tanta atención nos ha llevado a comprender lo que no nos interesaba saber. No por pereza intelectual sino tal vez por resistencia inconsciente. Un día te enteras de una cosa y otro de otra y con esa especie de saber acumulativo e inservible adviertes que las agencias de calificación, cuyas decisiones tanto preocupan a todo el orbe, son lo mismo que la industria financiera. Esas agencias calificadoras de la deuda o la solvencia de los países, que tanto pueden afectar a nuestra vida por más lejanas que nos parezcan, resultaron ser propiedad de los mismos amos de las empresas financieras que compran tal deuda, de modo que adquieren el producto a la vez que ponen el precio. Sí o sí. Sólo vale su propia ley.
Cabe preguntarse por ese gigantesco poder que tiene la capacidad de crear una crisis financiera global y poner a un continente entero a sus pies, un poder ante el que claudican las naciones más poderosas y al que los políticos más avezados no se atreven a regular, dejándonos al socaire de una ley impuesta por unos pocos, gente con nombre y apellidos, una ley arbitraria, salvaje, despótica. Un poder y una ley que impone gobiernos a los que instruye, barriendo la soberanía popular, de forma que la democracia parece un simulacro, una ficción, el maquillaje de una realidad autocrática que hasta ahora no podíamos ver. Y de esta realidad sólo nos puede sacar -es lo que habría que esperar y exigir- la política, imponiendo la autoridad de los Estados a la explotación financiera.
Así, se impone la idea que lo que conocemos como el estado del bienestar, las conquistas sociales, todo eso que en este momento está siendo derribado por mor de los mercados, no ha sido sino una concesión, una especie de consentimiento del gran capital al extinto tiempo de las ideologías y de los valores que aglutinaban a gran parte de la humanidad y que funcionaba como contención, puesto que el dinero no era el gran y único valor.
Este capitalismo feroz, que ha hecho creer a tantos que eran ricos o que podrían serlo, que empuja al consumo, es el mismo que ahora, en flagrante contradicción, exige el ayuno y la privación de aquello que creíamos tener. Es el capitalismo que empobrece y que convoca, o sería más preciso decir produce, al proletario, al proletario en su sentido antiguo, romano, aquel que sólo cuenta con su cuerpo y con su prole como único patrimonio.
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