Matar elefantes
A veces, los días nos traen burlas renovadas en las fechas más inesperadas. En un 14 de abril, aniversario de la digna República española, llegan las noticias de que Juan Carlos de Borbón (a quien los ciudadanos podían suponer preocupado, es un decir, por el estado progresivo de ruina del país, trabajando para sacar a España del hoyo) ha sufrido un accidente mientras se encontraba en Boswana, a donde había ido a cazar elefantes, una ocupación que, por lo visto, debe considerar imprescindible, con la que está cayendo.
Si hubieran podido, como en otras ocasiones, sus cortesanos y funcionarios del besamanos hubieran ocultado los hechos. No ha podido ser, y podemos imaginar el manojo de nervios que son ahora esos cortesanos que dan servicio a la monarquía, con el dinero del ciudadano, para limitar los daños, para tapar el despilfarro de aviones privados utilizados por el monarca, para pedir que se cierren páginas web de la empresa que organiza esos safaris millonarios, para retirar todas las imágenes del rey que puedan aumentar el escándalo.
Seguro que los teléfonos arden en el palacio de la Zarzuela, agobiados no por la sucesión de escándalos, sino porque los ciudadanos los conozcan: del palacete del hijo, pagado con el dinero público, al abuso de los centenares de criados y personas a su servicio; de los viajes de relajo, a la corrupción de Urdangarín, a los negocios turbios, a tantos episodios de la regalada vida del monarca. Sólo le faltaba una historia de safaris millonarios en el preciso momento en que España atisba el fantasma de la ruina, de la intervención y del “rescate”. Ya está bien.
No es la primera vez que Juan Carlos de Borbón, un rey caprichoso, roza el ridículo y esquiva después el bulto. Lo ha hecho en muchas ocasiones: cuando fue a ver las pingüineras antárticas, o cuando cazó un oso en Rusia, en circunstancias lamentables; o cuando, hace unas semanas, proclamó que no le dejaban dormir los problemas del país y de la juventud… y unos minutos después se puso a hacerlo en la mesa del acto que presidía. A estas alturas de reinado, son tantas las picardías, tantas las burlas, tan repetidas las bufonadas insultantes, tan constante el abuso que hace el monarca de la prudencia del país, que se hace difícil imaginar qué esperamos para renovar el aire viciado de esta habitación lóbrega y oscura, cerrada, en que se ha convertido España.
Seguro que no cree que el país merezca una explicación. ¿Va a darlas la peculiar Casa Real, ese organismo absurdo que gasta lo que no tenemos? Seguro que esos funcionarios reales encuentran razonable gastar una verdadera fortuna en un viaje inútil y ostentoso, aunque se hubiera mantenido oculto de no ser por un inoportuno accidente. Seguro que no les importa que se siga desvalijando al país.
Mientras se suceden los escándalos de corrupción, el robo de los presupuestos, el saqueo de empresas públicas y cajas de ahorro, los sueldos millonarios de quienes componen una casta que exprime al país, mientras campea el vergonzoso nepotismo, parece que el desprecio de los poderosos no tiene límites: cuando los trabajadores empiezan a soportar una reforma laboral que hace retroceder a España a los años más duros de la ferocidad y la avaricia empresarial; cuando esos empresarios se permiten rebajar salarios, aumentar jornadas, echar a patadas a la calle a obreros (como si fueran escoria y no fuesen quienes se esfuerzan en que el país no se hunda), cuando ni al gobierno ni a los banqueros, los empresarios, los prelados de la Iglesia, parece importarles que se esté echando a la calle a decenas de miles de familias, desahuciadas, cuando no parece que se conmuevan porque millones de personas tengan miedo por su futuro, nos llega esa ridícula noticia de un accidente de caza de Juan Carlos de Borbón.
Ya está bien. No podemos saber cuánto tiempo más tendremos que soportar esta monarquía, este escarnio, esta sucesión de familiares corruptos, de parásitos próximos, de escándalos, que sigue los pasos de la corte de los milagros que narrara Valle-Inclán. No sabemos a qué punto de codicia llegarán estos incompetentes empresarios que viven satisfechos en esta corte de los milagros, en que, mientras el país se hunde, el jefe del Estado se marcha a cazar elefantes. Si tuviera dignidad, si mirase un instante la charca pútrida, la asfixiante atmósfera en que se ha convertido el país, si reparase en el sufrimiento social que el despilfarro y la incompetencia de los suyos han creado, Juan Carlos de Borbón abdicaría de inmediato y España terminaría con una servidumbre que será duramente juzgada por la historia. Parece una broma de mal gusto, pero no lo es: para combatir la crisis en que nos han metido, Juan Carlos de Borbón se va a matar elefantes.
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