La memoria de Suárez
Luis García Montero
La pérdida de memoria es uno de los remedios mejor utilizados en la construcción de la España oficial. El alzheimer de Adolfo Suárez ha cumplido también su papel. Cuando Adolfo Suárez hijo convocó a la prensa para anunciar el fallecimiento inminente de su padre, sentí tristeza, y no por Suárez, que llevaba 11 años desaparecido, inexistente, sino por nuestro país, por el impudor del circo levantado sobre nuestra realidad.
Yo no voy a olvidar todas las manifestaciones en la que participé contra su política, contra los suyos, contra la España que representaba.
Pero Adolfo Suárez, ahora, tenía derecho a dejar de sufrir. La familia podía haberse limitado a emitir un comunicado anunciando su fallecimiento después de tantos años de enfermedad. No esperó a la muerte, convocó a la prensa para anunciar que se iba a morir y luego lloró delante de los periodistas. Las lágrimas falsas no conmueven, dan pena y vergüenza.
Siento respeto por la figura de Suárez. No me creo la mitología oficial de la Transición española, su colaboración con el Rey, sus labores en favor de la democracia. Cuando él era gobernador franquista y jefe del Movimiento, muchos miles de españoles pasaban por la cárcel como luchadores en favor de la democracia. Ejecuciones, torturas y represión fueron las realidades y las palabras que persiguieron a todos los verdaderos demócratas por encima de sus disputas y sus diferencias. Me siento heredero de todos ellos. Mi respeto va dirigido a todos ellos.
La importancia de Suárez como demócrata tiene poco que ver con su colaboración con el Rey. Más valor, sin duda, tienen sus diferencias. Al colaborar con el Rey, Suárez no fue más que uno de los franquistas que quiso perpetuarse en la España oficial. Su labor como demócrata empezó de verdad no al ser designado presidente de Gobierno por Juan Carlos I, heredero de Franco, sino al ganar unas elecciones.
Hoy quizás se nos olvida el verdadero lugar ocupado por el Rey en los años de la llamada Transición. Una prensa sumisa no tenía permiso para comentar su historia, sus historietas, sus amoríos, sus negocios. Juan Carlos ejerció durante años como heredero de un dictador. La prensa soportaba problemas incluso para publicar una foto de primer plano en la que el monarca no estuviese agraciado. Un Rey con una nariz grande podía convertirse en un conflicto de Estado.
En esa situación, Adolfo Suarez llegó a creerse la democracia. Se atrevió a recordarle al Rey que un presidente de Gobierno era alguien elegido por los ciudadanos, alguien que no dependía del poder borbónico. Eso le complicó la vida. Los lectores de Anatomía de un instante, el libro de Javier Cercas sobre el golpe del teniente coronel Tejero, han podido enterarse en muy buena prosa de los desprecios del Rey y de su actitud hostil contra Suárez. El heredero de Franco no resistía que un presidente democrático se sintiera independiente ante sus interferencias. La coyuntura que propició el golpe de Estado del 23 de febrero tiene que ver con el deseo de cambiar a Suárez por el general Armada, un militar de devociones monárquicas.
Suárez merece respeto por haber defendido la independencia de la política frente a las intervenciones de la monarquía. Y sufrió por ello. Y fue expulsado de la presidencia por ello. Por eso resulta tan patético el esfuerzo de la prensa oficial para extender la mitología de la amistad de Suárez y el Rey. Cuando ya no existía su padre, hundido en la nada del alzheimer, Adolfo Suárez hijo recibió un premio periodístico importante por una foto en la que colocó al expresidente Suárez con el monarca en actitud de complicidad. ¡Qué desprecio al valor del verdadero fotoperiodismo! Fue una manipulación escandalosa. El anuncio por anticipado del fallecimiento inminente ha supuesto otra manipulación para facilitar el circo mediático y para volver a los cánticos en favor de la Transición cuando el prestigio del Rey anda por los suelos.
Descanse en paz Adolfo Suárez, un personaje que debe pasar a la historia. Pero no por representar a sus compañeros, que se portaron con él como lobos descarnados, sino por haber asumido una dignidad muy extraña entre los suyos.
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