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Almuñécar contra la corrupción

Chamizo y el príncipe de las tinieblas

Chamizo y el príncipe de las tinieblas

Tampoco hay vacilación sobre el retrato de Benavides. Todo lo que parece es: chulo, vacilón, faltón, iluminado.

FRANCISCO ROMACHO

El cura Chamizo nació para defensor del pueblo. Benavides para recalificar Almuñécar. Era inevitable que antes o después. Chamizo creía que iba para tonsura, para eucaristías concelebradas. Pero fue raptado por la teología de la liberación, por el viejo glamour del cura rojo, por el olor a pobre que lleva consigo la santidad. Benavides creía que iba para socialista pero fue abducido por la música de las cementeras, por el polvo del ladrillo que se cuela por la sesera y acaba en las cuentas corrientes, por el olor cabrio del poder. Antes o después.

A Chamizo y a Benavides se les ve de lejos la condición. Ninguno engaña ni se difumina en medias tintas. Son lo que son y, sobre todo, lo que se ve. La primera vez que tuve de cerca a Gala supe que era en efecto Gala, es decir, no había otra posibilidad. Interpretaba a la perfección a su personaje. Algo así tenía Suárez: aún en la proximidad parecía transido del mismo Suárez que salía en los telediarios. Alejandro Cercas dice de él que su gesto de permanecer en pie desafiando a la amenazante pistola de Tejero no fue una temeridad dictada por el instinto sino por la razón, que parece un gesto ensayado, el gesto de rebeldía de un hombre que dice no y también, por qué no, un gesto de histrionismo de alguien que jamás volvería a actuar ante un público tan entregado y tan numeroso. No se equivocó: fue portada del New York Times y de todos los periódicos del mundo. Suárez sabía que era Suárez.

También me pasó con Juan Diego. Nos habíamos bebido Madrid, amanecía en la barra de ninguna parte y, según nos empezaba a dar el sol en el cogote seguía siendo Juan Diego sin mica de duda alguna. Y con Lola Herrera. Me había enamorado de ella por televisión. Pasaron años y un día el destino me la puso en la puerta del periódico, bellamente envejecida. Era ella en su mismidad. Me planté, la miré y le dije: desde niño me crujían los huesos por ti. Y me llevé (en la mejilla) en beso interminable. Jara también era Jara todo el tiempo y en toda circunstancia. Incluso cuando te invitaba a comer a un restaurante pequeño del Realejo y se suponía que se trataba de un espacio de confidencias: seguía siendo Jara. Estaba allí, muy cerca, pero siempre ungido de la dignidad de la alcaldía.

Chamizo no hace de defensor del pueblo. Es el defensor del pueblo. A tiempo total. Sabe bien que lo suyo no sirve para nada que sea menester. Pero como no tiene que ejercer ni sobreactuar ni parecer salvo ser él mismo, le sale un defensor del pueblo muy en su sitio, muy cuajado, muy de verdad. Un cardenal de los desamparados, un perseguidor de pequeños milagros, un salvador de almas con un chute de coquinas y camarones.

Tampoco hay vacilación sobre el retrato de Benavides, cada día más encantado y más encausado en esa excelente reencarnación del Gil cateto con la que está agotando su carrera política, con la alcaldía como excusa interpuesta. Todo lo que parece es: chulo, vacilón, faltón, iluminado. Acabará, de banquillo en banquillo, en el basurero de la historia de Granada. Antes o después Chamizo y Benavides, el príncipe sin reino y el príncipe sin principios, tenían que ofrecernos el primoroso espectáculo de su batalla de ángeles y demonios. Sépase sin embargo que en la vida de verdad casi nunca ganan los buenos.

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