Que no nos vuelvan a engañar con el mercado
La crisis financiera tiene todos los visos de acabar en un desastre social. La historia se repite. Pero al menos servirá para poner en evidencia algunos de los mitos que han dominado los discursos políticos de los últimos años.
No voy a detenerme en analizar los entresijos del plan de salvamento a los grandes grupos financieros. Cada día las cosas cambian y lo esencial es demasiado simple: se trata de transferir inmensas cantidades de dinero a los ricos para evitar la quiebra total del sistema financiero mundial. Si el contenido de clase de la medida resulta evidente, es mucho más dudosa su efectividad en detener la crisis, como han apuntado ya muchos críticos. Pero ya se sabemos que las sociedades actuales están basadas en estructuras clasistas que imponen sus intereses al conjunto de la población. Y en ausencia de movimientos de masas alternativos, como es el caso, es difícil esperar que las élites políticas apliquen otras lógicas. Por esto es tan urgente empezar a organizar a la gente para afrontar el desastre y para ello se requiere tener buenas ideas que orienten el camino.
Si de algo está sirviendo la crisis actual es para mostrar la inanidad del discurso pseudo-científico con el que se ha sustentado el neoliberalismo. La idea de que era posible y eficiente una sociedad basada en individuos egoístas sólo coordinados por el mercado, un mercado organizado él mismo por organizaciones mercantiles o pseudo-mercantiles, simples estructuras técnicas diseñadas para “regular el tráfico”, dar información a los individuos libres y generar competencia: no sólo han quebrado grandes empresas, también han volado por los aires instituciones como las agencias de evaluación de riesgos, las reguladoras del mercado de valores. etc.
Ahora es evidente su ineficiencia social (a menos que se confunda eficiencia con la posibilidad de amasar riqueza para una minoría social), su incapacidad para gestionar racionalmente las necesidades humanas. Bueno es recordar que los promotores inmobiliarios que han invertido sin sentido y los banqueros que han concedido créditos sin garantías eran “profesionales cualificados”, expertos en evaluar sus mercados, tan expertos que han provocado un fallo sistémico. Pero aún más evidente es que eso que llaman “mercado” es un juego de tahúres con cartas marcadas. Y que la intervención pública es también esencial para que todo funcione. Bueno será recordarlo cuando exijan recortes sociales.
Todo esto es obvio. Menos para buena parte de los técnicos que tendrían que dar respuestas serias a la situación: los profesionales de la Economía. Cualquiera que se asome a un curso formativo observará que su núcleo central sigue basado en supuestos etéreos de competencia perfecta, mercados flexibles que se ajustan instantáneamente, equilibrios eficientes etc. La cuestión del poder económico está ausente o, como mucho, aparece en los capítulos dedicados a “mercados imperfectos”.
En los últimos treinta años la formación académica ganó en formalismo, pero a cambio de reforzar estas “creencias” en individuos con “expectativas racionales”, y en diseñar “mercados adecuados” (como el de la moda de las contratas por subasta). Una ciencia esotérica que poco aporta al conocimiento de la realidad pero que ha servido para justificar la evolución catastrófica del capitalismo, que ha dejado fuera de plano un cúmulo de aportaciones valiosas de estudiosos que habían reconocido que los oligopolios, la acumulación de capital, los costes sociales, las desigualdades, eran consustanciales al desarrollo capitalista, y que ha servido también para ignorar las críticas que en los últimos años se han realizado desde nuevos enfoques como la economía feminista y la ecología política. Es esta una batalla particular, limitada a un espacio de la formación cultural, pero posible en el momento en el que la realidad convierte en increíble el discurso de los manuales de Economía que sirven para aleccionar a miles de cuadros medios en todo el mundo.
También algunos sectores de la izquierda cayeron en la trampa. En los últimos años muchos de los sectores críticos han dirigido sus esfuerzos a cuestionar el mercado, como si fuera un todo. Algunos incluso han llegado a centrar sus propuestas alternativas en el trueque, sin caer en la cuenta de que se trata de una forma diferente de mercado, en el que pueden aparecer los mismos vicios (o que simplemente el trueque aparece cuando las cosas están tan mal que la gente intercambia lo que puede, como en Catalunya al final de la Guerra Civil, y el que no tiene nada se tiene que aguantar). Criticando al mercado nos hemos olvidado del capitalismo, un sistema que en su fase madura se caracteriza por el predominio de empresas oligopolísticas, y de que el funcionamiento real de los negocios entraña a la vez acciones en el mercado y en el poder político. Cualquier análisis de los grandes negocios de los últimos años muestra que éstos se han conseguido en gran parte mediante la intervención pública: contratas, privatización de servicios públicos, subvenciones, recalificaciones de suelo, proyectos de I+D, etc. Centrar las críticas en el mercado supone olvidarse de dos grandes cuestiones de la crítica al capitalismo: el papel de las instituciones en la configuración de los mercados reales, de una parte, la importancia de las estructuras de poder jerárquico en las organizaciones, de otra. Demasiado olvido para poder reconstruir procesos alternativos.
La crisis puede ser duradera y atroz. Requerirá de muchas respuestas sociales para eludir la catástrofe. Y de respuestas intelectuales adecuadas que las orienten. Por esto una parte de la tarea esencial es acabar con las ideas que convierten a los mercados en bienes o males absolutos y sustituirlos por análisis más realistas que sitúen adecuadamente el papel de las diferentes formas de organización e interacción social actuales. Que permitan pensar alternativas que conduzcan a una humanidad más justa y eficiente. Que permitan aprender de los fracasos simultáneos de la planificación burocrática y el mercado neoliberal.
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