Los dichos de la reina Sofía
Cuestionó las marchas del orgullo gay y rechazó el matrimonio entre personas de un mismo sexo. Viaje histórico al origen (sanguinario) de su discurso.
El martes 6 de noviembre de 1658, don Cotita de la Encarnación, y trece hombres más, entre quienes se encontraban don Correa (pareja de Cotita por casi cuarenta años), un español enfermero de casi 80 años al que conocían como Señora la Grande, un tal Zangarriana, otro apodado Estampa, la Conchita, la Luma, las Rosas, el indio Martín (conocido como "Martina de la Luna") y un negro al que todos conocían como "La Morosa", fueron metidos en un bracero, molidos a palos y, una vez desmayados de dolor, prendidos fuego. Ardieron toda la noche.
Fueron sólo catorce de una lista multitudinaria de la que aún nadie se hizo cargo. Hace de esto sólo 350 años. En términos históricos, 350 años son nada. Ayer, por decirlo de alguna manera. El crimen cometido contra Cotita y sus amigos, obligados a pasear bajo los escupitajos y los golpes por la Calle del Reloj en la ciudad de México, en un tenebroso "acto de fe", era por –con la distancia que da la época– lo que hoy podría denominarse ser gay, que en ese momento ni tenía nombre. Era un pecado nefando (nefando: aquello de lo que no se puede hablar) el derramar el semen en un lugar improductivo, porque eso iba contra el plan sagrado de Dios. Se castigaba con la hoguera, en el mejor de los casos.
La Inquisición, si bien institución católica, apostólica y romana, tuvo en España un desarrollo especial, porque además de la episcopal y la pontificia que funcionó en el resto de la cristiandad, existió la inquisición española, establecida por los reyes Isabel de Castilla y Fernando de Aragón a partir de 1478, independiente y diferente de las demás.
La corona española, con la espada y la cruz, destrozó la vida de millones de personas al llegar a América. Y creó un enemigo a su medida: los indígenas eran –según contaron con desparpajo cronistas de Indias como López de Gómara, Pietro Martire d'Anghiera, Fernández de Oviedo y Valdés, José de Parras, entre otros– herejes, sodomitas y caníbales. O sea, no eran humanos. Si no eran humanos, les podían hacer cualquier cosa. Y cualquier cosa les hicieron.
De esa institución real viene doña Sofía, tan escandalizada ahora porque los gays españoles están orgullosos de serlo. Si la institución que ella representa no hubiera usado la sexualidad de la gente para matar y robar un continente entero, uno no tendría motivo para sentirse orgulloso.
Enorgullecerse, doña Sofía, de aquello que gente como usted y mucho peor que usted quiere que nos avergoncemos es el primer paso para decirles que no tienen derecho a matarnos, a humillarnos o a discriminarnos. Que en la dinámica de relación entre mayorías y minorías debe prevalecer el respeto. Que el mundo es ancho y ajeno y usted no es mejor que yo y yo no soy mejor que usted. En todo caso, yo nunca le di la mano al general Videla, cabeza visible de la dicatadura argentina, como hizo usted en 1978. Y de eso sí, majestad, no tiene cómo sentirse orgullosa.
Igual, hace 350 años nos quemaban vivos. Ahora sólo nos insultan un poquito. Aunque no parezca, hasta usted puede aprender con el tiempo. Dentro de 350 años, sus descendientes ya sabrán respetarnos.
El martes 6 de noviembre de 1658, don Cotita de la Encarnación, y trece hombres más, entre quienes se encontraban don Correa (pareja de Cotita por casi cuarenta años), un español enfermero de casi 80 años al que conocían como Señora la Grande, un tal Zangarriana, otro apodado Estampa, la Conchita, la Luma, las Rosas, el indio Martín (conocido como "Martina de la Luna") y un negro al que todos conocían como "La Morosa", fueron metidos en un bracero, molidos a palos y, una vez desmayados de dolor, prendidos fuego. Ardieron toda la noche.
Fueron sólo catorce de una lista multitudinaria de la que aún nadie se hizo cargo. Hace de esto sólo 350 años. En términos históricos, 350 años son nada. Ayer, por decirlo de alguna manera. El crimen cometido contra Cotita y sus amigos, obligados a pasear bajo los escupitajos y los golpes por la Calle del Reloj en la ciudad de México, en un tenebroso "acto de fe", era por –con la distancia que da la época– lo que hoy podría denominarse ser gay, que en ese momento ni tenía nombre. Era un pecado nefando (nefando: aquello de lo que no se puede hablar) el derramar el semen en un lugar improductivo, porque eso iba contra el plan sagrado de Dios. Se castigaba con la hoguera, en el mejor de los casos.
La Inquisición, si bien institución católica, apostólica y romana, tuvo en España un desarrollo especial, porque además de la episcopal y la pontificia que funcionó en el resto de la cristiandad, existió la inquisición española, establecida por los reyes Isabel de Castilla y Fernando de Aragón a partir de 1478, independiente y diferente de las demás.
La corona española, con la espada y la cruz, destrozó la vida de millones de personas al llegar a América. Y creó un enemigo a su medida: los indígenas eran –según contaron con desparpajo cronistas de Indias como López de Gómara, Pietro Martire d'Anghiera, Fernández de Oviedo y Valdés, José de Parras, entre otros– herejes, sodomitas y caníbales. O sea, no eran humanos. Si no eran humanos, les podían hacer cualquier cosa. Y cualquier cosa les hicieron.
De esa institución real viene doña Sofía, tan escandalizada ahora porque los gays españoles están orgullosos de serlo. Si la institución que ella representa no hubiera usado la sexualidad de la gente para matar y robar un continente entero, uno no tendría motivo para sentirse orgulloso.
Enorgullecerse, doña Sofía, de aquello que gente como usted y mucho peor que usted quiere que nos avergoncemos es el primer paso para decirles que no tienen derecho a matarnos, a humillarnos o a discriminarnos. Que en la dinámica de relación entre mayorías y minorías debe prevalecer el respeto. Que el mundo es ancho y ajeno y usted no es mejor que yo y yo no soy mejor que usted. En todo caso, yo nunca le di la mano al general Videla, cabeza visible de la dicatadura argentina, como hizo usted en 1978. Y de eso sí, majestad, no tiene cómo sentirse orgullosa.
Igual, hace 350 años nos quemaban vivos. Ahora sólo nos insultan un poquito. Aunque no parezca, hasta usted puede aprender con el tiempo. Dentro de 350 años, sus descendientes ya sabrán respetarnos.
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