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Almuñécar contra la corrupción

El magistrado y el banquero

El magistrado y el banquero

CARLOS JIMÉNEZ VILLAREJO

 

Manuel Marchena, magistrado del Tribunal Supremo (TS), es el instructor de la causa penal contra el juez Baltasar Garzón por el patrocinio del Banco Santander a unos cursos que dicho juez moderó en la Universidad de Nueva York y en los que no hubo anomalía penal alguna.

 

En diciembre de 2007, el magistrado Marchena, con motivo de la resolución de un recurso de casación, tuvo ocasión de conocer los siguientes hechos: entre 1987 y 1989, el Banco Santander comercializó, junto con sus filiales Banca Jover, Banco Comercial Español, Banco Zaragozano y Banco de Murcia, un producto conocido como cesiones de créditos, dirigido a captar recursos financieros.

 

Uno de los principales reclamos del producto era su opacidad fiscal, que se concretaba en la inexistencia de obligación de practicar retenciones e ingresos a cuenta sobre sus rendimientos y, por ello, en la falta de obligación de comunicar de forma periódica y generalizada los datos de sus titulares e importes de la inversión a la Hacienda Pública. A ello se añadía una buena rentabilidad. Por sus características, este producto se convirtió en un instrumento ideal para la inversión de capitales del llamado dinero negro y llegó a captar más de 410.000 millones de pesetas.

 

Los acusados –el presidente de la entidad y varios altos directivos– participaron al más alto nivel en el diseño de la estrategia y la operativa para la comercialización de dichos productos. Posteriormente, prepararon las directrices de actuación para responder a los requerimientos de información de la Agencia Tributaria a fin de obstaculizar su tarea y facilitarle datos erróneos, incompletos o falsos.

La magnitud del movimiento de capitales que supusieron las cesiones de créditos, y su evidente éxito entre determinados sectores con alto poder adquisitivo, no pasaron desapercibidos para la Agencia Tributaria, que inició una serie de actuaciones frente a diversas entidades financieras para conocer y corroborar el origen de los fondos.

 

Singularmente, el Santander y sus filiales optaron por una actitud de resistencia frente a los intentos de la Agencia Tributaria por esclarecer las titularidades y regularizar las situaciones tributarias de los implicados, lo que se explicaba por el gran volumen de activos captado por el grupo bancario y las especiales garantías dadas a los clientes de su plena opacidad fiscal y la ausencia de riesgo fiscal en la contratación del producto.

Todo ello se concretó, en un primer momento, en la negativa a facilitar a la Agencia Tributaria la identidad de los inversores alegando la inexistencia de una obligación legal de hacerlo. Posteriormente facilitaron los datos, de forma tardía, parcial, incompleta o errónea, llegando finalmente, en determinados supuestos, a proporcionar datos falsos de personas que no se correspondían con la titularidad real de la inversión.

La actitud de obstrucción ante las actuaciones de la Agencia Tributaria fue in crescendo. Cuando esta inició la recopilación de información por el procedimiento de ejecución forzosa, los responsables del grupo bancario llegaron a la convicción de que la entrega o descubrimiento de los datos que se habían querido ocultar era inevitable y se puso en marcha la última fase de su estrategia obstructora. Consistió en el cambio de titularidades y la elaboración de documentación inexacta que avalara dichas titularidades falsas.

Estos eran los términos de las acusaciones formuladas por las acciones populares –ante la falta de acusación del fiscal– en la Audiencia Nacional en el curso de 2006. Acciones representadas por la Asociación para la Defensa de Inversores y Clientes e Iniciativa per Catalunya Verds.

 

Dicho tribunal decidió, mediante la creación de la llamada doctrina Botín, no enjuiciar a los acusados ante la irrelevancia de los acusadores –pese a que uno de ellos era un partido político con representación parlamentaria– y la ausencia del fiscal.

 

Qué diferencias con el proceso contra el juez Garzón, a quien el juez Varela se niega a aplicar dicha doctrina. Para que luego vengan a hablarnos de la igualdad ante la ley.

Cuando el Tribunal Supremo conoció del recurso de la acusación y confirmó por mayoría la sentencia anterior de la Audiencia Nacional, el magistrado Marchena se sumó a la posición mayoritaria en claro y directo beneficio de los acusados. Por cierto, unos meses después, el señor Marchena participaba en unas jornadas sobre la prueba en el proceso penal en Canarias bajo el patrocinio de una única entidad bancaria, el Banco Santander. ¿Podría saberse cuál fue el alcance de aquella subvención?

La gravedad de los hechos y la oposición del TS a que los acusados fueran juzgados –con “artimañas de leguleyo”, según el escritor José Mª Izquierdo– es una prueba de los condicionamientos del poder económico sobre el poder judicial y el ministerio fiscal ante un desafío que duró los 14 años de proceso.

Sin duda, la personalidad de los acusados generó, según el magistrado Jorge Barreiro –ahora instructor de la causa penal contra el juez Garzón por las escuchas del caso Gürtel–, una coyuntura procesal singular en la que “el abogado del Estado ha conseguido rizar el rizo del travestismo jurídico, pasando de parte acusadora que defiende los intereses del Estado contra un fraude fiscal que rebasa los 80 millones de euros, a convertirse en abogado defensor de quienes (…) resultan imputados como autores del presunto fraude”.

Realmente, el magistrado Marchena debería tener presente, entre otros, estos antecedentes para proceder ya al archivo del proceso.

Carlos Jiménez Villarejo es ex fiscal Anticorrupción

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