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Cuando a la riqueza se la llama escasez

Cuando a la riqueza se la llama escasez

Nada podría ser más penoso que seguir considerando la actual encrucijada política como una crisis de empleo o según las reformas precisas para salvar una máquina económica atorada. En los cerca de dos años y medio que llevamos desde que se declarasen los primeros síntomas de esta nueva Gran Depresión, hemos pasado de la negación al desconcierto, de la desesperación a los “brotes verdes”, y de la esperanza de una pronta salida, a una situación de estancamiento continuo que seguramente llevará varios meses, cuando no años. Y sin embargo, no ha faltado tiempo a reformistas e izquierdistas para proclamar la vuelta al keynesianismo –en el que, ciertamente, gracias al gasto público deficitario se ha logrado contener los impactos más duros– e incluso para proclamar la muerte del capitalismo financiero y el fin de la era neoliberal. Se equivocan.

Dicho en términos clásicos, la actual fase del capitalismo hace imposible todo retorno a un capitalismo bueno basado en la producción industrial y a un nuevo reparto entre salarios y capital –¡qué justicia!–, que nos devuelva a la buena senda de inversión en formación y mejoras de la productividad.

Si hemos entrado de lleno en eso que, con este curioso ‘palabro’, llamamos financiarización, es porque la vieja situación del capitalismo industrial, basada en la continua aceleración de la producción y circulación de mercancías como base de la obtención de beneficios, se ha vuelto cada vez más difícil.

Aunque se observe el crecimiento acelerado de los BRIC (Brasil, Rusia, India, China), precisamente apoyado en la captura y desarrollo de viejas y nuevas líneas de producción industrial, la base de las llamadas ‘economías avanzadas’ transcurre por una senda de performances modestas, crecimientos casi nulos y situaciones que basculan entre la deslocalización industrial y el desarrollo de las nuevas economías cognitivas que nunca acaban de despegar del todo.

Ésta es la principal conclusión de nuestra posición actual en la historia del capitalismo: la financiarización es el resultado de una crisis subyacente de los mecanismos de realización capitalista, o de forma más clara de la posibilidad de obtener beneficios por la vía clásica de la producción y circulación de bienes y mercancías. Cuando en la principal economía del planeta más del 60% de los beneficios empresariales se producen por vías financieras, y cuando en una economía como la española esta proporción es incluso mayor –siempre a condición de que se añadan las plusvalías del, hasta hace poco, próspero mercado inmobiliario–, no cabe ya distinción alguna entre una economía productiva –buena– y una parasitario-financiera –mala–. Empresas y grandes corporaciones obtienen tanto o más beneficios por la negociación de acciones, futuros y compra-venta de bienes inmuebles que por su producción propiamente dicha.

La crisis de realización por vías convencionales liquida también uno de los espejismos más poderosos del consenso económico, a saber: la promesa de que el capitalismo, o mejor de que la organización de la producción por medios capitalistas, apuntaba a un horizonte de creciente abundancia de bienes materiales que más pronto que tarde acabarían por desparramarse a toda la humanidad.

Más allá de los desastres ambientales y sociales que ha producido el progresismo desarrollista, la financiarización es el estricto opuesto a esta promesa. La nueva centralidad de la renta como forma prototípica del beneficio empresarial –e incluso del salario– nos devuelve a los tiempos de la violencia originaria y a la creación de condiciones de escasez allí donde no existían. Efectivamente, la exigencia de la financiarización es la de un movimiento de aceleración perpetuo. Es necesario que una parte cada vez mayor de la actividad económica sea abstraída y gobernada por medio de útiles financieros, para que la capacidad de extracción de beneficio sea siempre más alta.

Naturalmente escasos

En estricta continuidad con este programa, la urgente colonización financiera de todas las esferas económicas tiende a abrir la vida –y todos los medios necesarios para su existencia, como la vivienda, las pensiones, la educación, el conocimiento– a prácticas de ingeniería financiera que además de acelerar notablemente la velocidad de intercambio –la liquidez– de bienes y servicios representados ahora en forma de títulos fiduciarios –hipotecas, fondos de pensiones, becas préstamo, derechos de propiedad intelectual–, deben ser vueltos naturalmente escasos.

Tal es la violencia que marca nuestro tiempo: la condición de partida de la financiarización está en la reintroducción de condiciones de escasez relativa allí donde ésta no existía, o estaba parcialmente bloqueada, ya sea porque era provista por medios colectivos de garantía –como el Estado de bienestar– o por mecanismos propiamente comunales de organización –como es el caso del conocimiento en la Red o de buena parte de los recursos naturales del planeta–. Nada que no sea escaso puede tener un precio, y nada que no pueda tener un precio puede ser negociado en un ningún mercado.

En este contexto, es preciso reconocerlo, el único debate que resulta ahora pertinente es el de cómo distribuir la enorme riqueza que efectivamente existe a nuestro alrededor, pero sobre la que se insiste en mantener mecanismos privativos y excluyentes dirigidos a fomentar la extracción de beneficio por medios cada vez más crueles. El problema no es, por lo tanto, que las pensiones vayan a ser menguantes en la próxima década, y que con ello desviemos nuestro dinero –o el de las clases medias– a fondos de pensiones que son negociados por entidades financieras y sindicatos, cuando las pensiones se podrían financiar por vía fiscal sobre las rentas de capital, prácticamente libres de impuestos.

El problema tampoco es que la educación o la sanidad públicas ya no se puedan pagar, y que por eso hay que privatizarlas o reducirlas, cuando en el caso español éstos son capítulos de gasto inferiores a la media europea, y parece que siempre ha habido dinero para los más generosos rescates bancarios y para infraestructuras imposibles (ya somos el país del mundo con mayor número de kilómetros de alta velocidad: ¡triste premio para los amantes del tren!).

El problema tampoco es, de ninguna manera, que no haya viviendas en el país europeo con mayor número de viviendas por habitante y con el mayor parque de viviendas vacías, sino que la vivienda se ha convertido en el bien básico para una especulación institucionalizada que ha hecho aumentar su precio hasta cotas imposibles.

Y por supuesto, el problema no es que no haya trabajo –¿quién acepta trabajar de buena gana?–, sino que el trabajo precarizado e infrapagado sea casi la única vía de obtención de renta para los más pobres. La única cuestión política aquí consiste sencillamente en cómo apropiarnos de una riqueza que se expresa cada vez más en términos financieros.

Hay un aforismo de la China maoísta que dice: “El problema no es la pobreza sino la desigualdad”. Con ello se resalta, o al menos nosotros queremos leerlo así, que lo que hace completamente intolerable un contexto social son las desigualdades aberrantes que siempre cabalgan unas sobre otras. Podríamos desviar esta sentencia para traducirla a nuestras condiciones actuales: “El problema no es la escasez –porque ésta sencillamente no existe–, sino la distribución de la riqueza”.

Fuente: https://www.diagonalperiodico.net/Cuando-a-la-riqueza-se-la-llama.html

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