Una huelga necesaria y sus enemigos
I. Los sindicatos mayoritarios convocan una huelga general para el día 29 de septiembre. Es una convocatoria justificada y obligada. Los sindicatos no pueden quedarse callados ante una nueva versión del mismo modelo de reformas laborales que viene aplicándose hace casi treinta años, asociada además a drásticos recortes del gasto público que atentan contra derechos sociales y salarios. No pueden callarse tampoco ante una anunciada reforma de las pensiones que es un mero eufemismo para rebajarlas.
No puede sorprender, pues, la convocatoria de la huelga. Lo que sí resulta en cambio increíble es que el Partit dels Socialistes de Catalunya presente a Celestino Corbacho, el hombre que da cara a gran parte de este paquete “contrarreformista” como candidato de peso en las listas electorales al Parlament de Catalunya. Será que quieren asegurarse de que el triunfo de la derecha catalana sea rotundo.
II. Como cabía esperar, el paso por el Parlamento aún ha introducido pequeñas modificaciones a la norma que aprobó el Gobierno, tendentes a endurecerla. Es posible que alguna de las medidas introducidas por ese socio vergonzante del gobierno que es el PNV (en el sentido de reducir aún más el papel de los sindicatos en la negociación de cláusulas de descuelgue) acabe por caer. Pero lo que parece irreversible es la introducción de un máximo de treinta días a los parados para que acepten forzosamente la realización de cursos de formación. El tema de la formación a los parados es una de estas cuestiones que se dan por buenas pero que debe ser analizada críticamente.
Lo de formar a los parados se basa en dos supuestos no siempre generalizables. Primero, que una parte de los parados lo son porque carecen de formación. El otro, que estamos ante un cambio estructural de la economía que ha hecho obsoletos los conocimientos de mucha gente y les conviene un reciclaje para acceder a otro tipo de empleos.
Ni todos los parados carecen de cualificación ni siempre tienen que reciclarse. Hay efectivamente actividades afectadas por el cambio técnico o productivo (por ejemplo parece fuera de duda que en los últimos años la construcción experimentó en España un crecimiento excesivo), pero en otros casos el desempleo es simplemente el resultado de una caída de actividad, de modo que si ésta se recupera volverán a necesitarse los mismos conocimientos (esto ya se experimentó en el mismo sector de la construcción al final de la década de los ochenta). O, como ocurre más habitualmente, es resultado de actividades estacionales. Por ejemplo, un buen trabajador de hostelería experimenta un ciclo laboral de 8-10 meses según el subsector. No tiene sentido entonces que este empleado se “recicle” en otras actividades: si sus conocimientos van a ser necesarios dentro de pocos meses, es mejor que se mantenga a la espera del ciclo estacional.
Aunque en otros muchos casos la formación ocupacional tiene sentido, ésta sólo funciona si está realmente asociada a la generación efectiva de empleo. Una política de formación ocupacional no tiene sentido si no hay perspectivas de creación de empleo en actividades asociadas al proceso formativo. Tanto por razones motivacionales —es frustrante realizar un proceso de formación ocupacional que al final no ofrece salidas—, como de coste económico —no vale la pena invertir fondos simplemente en mantener entretenida a la gente con falsas promesas—, como formativas: la mejor formación ocupacional requiere siempre de actividad laboral efectiva. Habría por tanto que exigir a los forofos de la formación a los parados que especificaran, cuando menos, de dónde esperan que se cree empleo y que mostraran que sus propuestas formativas tienen una conexión lógica con esas perspectivas.
La cuestión no es baladí. Hay bastante evidencia de que en los últimos años la formación ocupacional ha sido en muchos casos un gasto inadecuado, puesto que no ha estado asociada a la creación efectiva de empleo ni se ha centrado adecuadamente en aquellas esferas más necesitadas. En gran medida porque aparte de carecer de una verdadera perspectiva de creación de empleo tampoco se ha contado con una verdadera organización pública de la formación ocupacional.
Ésta, como otros muchos espacios de intervención social, está dominada por una maraña de empresas privadas y organizaciones sin ánimo de lucro que no siempre tienen la capacidad para desarrollar una respuesta adecuada. Es un espacio donde se combinan a menudo experiencias interesantes, voluntarismo y negocio (no es casual que el ámbito de la formación ocupacional haya constituido uno de los affaires más escandalosos de la Generalitat de Catalunya en tiempos de Pujol, cuando Unió Democrática de Catalunya utilizó sus contactos en el sector para desviar fondos públicos —caso Pallerols—).
Además cuando los cursos no dan lugar a empleos, o sólo generan empleos a corto plazo, todo el sistema se pervierte y al final en lugar de reciclar parados lo que se acaba generando es un sistema de “cursillistas profesionales” que ven la formación como un mero trágala para acceder a prestaciones monetarias.
Cuando nadie parece tener perspectivas de dónde van a generarse los empleos, ni se ha realizado una reflexión mínimamente adecuada de las carencias del sistema de formación profesional, la medida de forzar a la formación tiene más de campaña “cultural” que de eficacia económica. Se trata de nuevo de convertir a la víctima en culpable, y al tiempo de encubrir donde están los verdaderos responsables de la situación o los ineptos dirigentes que no saben encontrar respuestas válidas a la creación de empleo.
La eficacia de la medida no estriba en su aplicación real (es posible que en muchos casos no puedan ofrecerse cursos al mes de entrar en desempleo) sino en su dimensión ideológica. A la vista de quienes mantienen empleo, o de jubilados, las personas desempleadas pasan a ser gorrones sospechosos a los que conviene atar en corto, y si no encuentran empleo es porque no se esfuerzan en formarse y buscar adecuadamente. Un medio clásico para aumentar la fragmentación social e impedir que una crisis tan obscena acabe por generar una respuesta social diferente. O sea, que vuelvo al principio: aunque el trámite parlamentario ha sido breve no ha hecho sino dar una nueva vuelta de tuerca en una reforma inaceptable.
III. A medida que se acerque la convocatoria de la huelga van a arreciar las “retóricas de la reacción” que tan bien describió Albert Hirschman. Voces que en lugar de proceder de la derecha “enemiga natural” de las clases trabajadoras van a estar especialmente en boca de los políticos y comentaristas ligados al PSOE.
En especial, vamos a oír que la huelga es inútil y contraproducente.
Sobre la base de la inutilidad se ha construido gran parte del discurso desmovilizador frente a los efectos de la globalización. La presentación de este proceso como el resultado del funcionamiento natural de la economía, de algo inevitable dado el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas, constituye una de las grandes coartadas que no sólo ha permitido a parte de la izquierda política sumarse gustosamente al carro neoliberal sino que también ha sido un elemento debilitador del potencial de la izquierda alternativa.
Luchar contra esta percepción es básico para que la huelga tenga éxito. Pero para hacerlo hay que tomarse la tarea en serio. Hasta ahora la respuesta de los sindicatos mayoritarios se sustenta en el éxito de huelgas generales anteriores y en la consecución de resultados sustantivos tras las mismas. Algo que es cierto respecto a la huelga de 1988 (que bloqueó la reforma laboral y abrió paso a medidas de expansión del gasto social en años sucesivos) y la del 2002 (que forzó a Aznar a tragarse parte de su reforma del sistema de protección al desempleo). Pero que no lo es para la huelga de 1994, que en plena crisis económica fue incapaz de parar la reforma laboral. Como tampoco la sucesión de huelgas griegas ha sido capaz de detener el programa de ajuste de su país.
Cada huelga surge en un contexto distinto, económico, social y político. Y en la actual coincide una crisis sin precedentes con una enorme debilidad institucional de la izquierda y un elevado nivel de debilitamiento del tejido organizativo y social de las clases y grupos subaltermos. Defender la utilidad de la huelga sólo por sus resultados a corto plazo me temo que va a resultar contraproducente: Si queremos superar el argumento de la inutilidad habrá que introducir nuevos elementos, empezando por indicar la necesidad de que esta huelga actúe como un potente mecanismo de “voz colectiva” frente a la deriva de la crisis y convirtiendo esta movilización en una llamada a la autoorganización y a la participación social.
El segundo argumento dominante tendrá diferentes versiones. La del PSOE, que la huelga hace el trabajo a la derecha (como si ellos no estuvieran dejándole al PP un terreno baldío de derechos sociales a coste cero). La de la derecha, que las huelgas desalientan a los inversores (aquí llevamos cincuenta años esperando a Mr. Marshall, llámese Ford, Volkswagen o ahora Chery).
También en este caso la única posibilidad de respuesta es que queremos realmente un modelo social distinto (y existen en nuestro entorno unos cuantos países con modelos sociales más interesantes que la versión mediterránea del modelo anglosajón, que es el único que son capaces de ofrecer las élites de nuestro país). Que lo que resulta realmente contraproducente para nuestros intereses es proseguir con un modelo que ha llegado a una situación de alarmante bloqueo y que se ha caracterizado por un bajo nivel de derechos sociales.
La respuesta a los “argumentos de la reacción” exigen por tanto respuestas estratégicas, más allá del inmediatismo de la huelga y de los resultados a corto plazo.
IV. La huelga es necesaria. Hay que apoyarla y tratar de que sea un éxito. Hay muchas condiciones desfavorables que juegan en su contra: la magnitud del desempleo, la enorme desarticulación social, el propio tempo post-vacacional.... Aunque fuera un éxito de movilización, sus resultados tangibles van a ser posiblemente reducidos. Ni el Gobierno tiene un “plan B” para dar satisfacción a una huelga exitosa, ni existen fuerzas políticas con capacidad efectiva de forzar un cambio de rumbo. Hay por tanto que prepararse para un resultado decepcionante. No para refocilarse en la propia incapacidad sino para tratar de obtener réditos en otros terrenos. Creo que difícilmente conseguiremos cambios en la dirección económica y laboral a corto plazo y, por ello, que el objetivo secundario de la huelga debería ser la apertura de nuevas perspectivas de acción y organización social, el desarrollo de un amplio espacio de intervención orientado a abrir nuevas perspectivas estratégicas. Aun a sabiendas que la correlación de fuerzas es enormemente desfavorable y que las fuerzas neoliberales van ganando por goleada.
No se pierde lo que no se intenta. Hay que reconocer que los primeros que se juegan mucho en este envite son los propios sindicatos mayoritarios, cuya propia fuerza institucional puede verse afectada por un balance negativo de la movilización. Es, pues, tiempo de aunar fuerzas y tratar de que la huelga resulte lo más exitosa posible. Y que la misma permita abrir posibilidades a un desarrollo diferente del que ha tenido la crisis hasta el momento presente.
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