De marrullerías y prepotencias
Francisco Cervilla. Costadigital
La banca por delante de las personas, los especuladores antes que los pensionistas, los prestamistas con prioridad a parados, jóvenes y hospitales. Esta indignidad, elevada a categoría de ley, es la máxima impuesta por el gobierno alemán, que es el que manda, mientras los demás obedecen.
Ya sabemos, puesto que lo sufrimos, que los mercados son capaces de producir un inmenso ahogo económico mundial que supone la quiebra de la vida para millones de personas. Pero este desorden proviene de un orden, proviene de la lógica de funcionamiento propia del capitalismo, cuyo fin es la acumulación de capital y su reproducción, como si se tratase de un creced y multiplicaos bíblico dirigido al dinero. Todo lo demás es accesorio, incluida la gente, a la que absorbe.
Esa es la clave del éxito -y la astucia, dice Lacan- del discurso capitalista, porque reintroduce al trabajador, del que ya obtiene un beneficio bajo la forma de la plusvalía, en el circuito mismo del consumo gastando más allá de lo necesario, de manera que el producto que consume crea el deseo para volver a consumir ese mismo producto, con un saldo constante de insatisfacción que empuja a consumir más. Es como la coca cola, se bebe porque se tiene sed, pero su consumo no calma la sed sino que la vuelve a producir, y se vuelve a beber para saciar la sed que produce.
Este sistema -no sé a qué viene tanto escándalo de algunos por los antisistemas- se ha convertido en una desorbitante losa sepulcral que nos echan encima, con epitafio incluido: que se jodan.
Paradójicamente los voraces mercados, al funcionar con toda su crudeza, nos muestran una verdad. Han destapado muchas excrecencias financieras y políticas, de sobra conocidas, a la vez que generan un ingente movimiento: mareantes análisis económicos que apuntan a multitud de direcciones, un ferial de reuniones de esas que llaman de alto nivel a pesar de las bajezas de sus conclusiones, un teatro de comparecencias de tintes surrealistas dirigido a aplacar al personal, sin conseguirlo, y unos gobernantes en constante autoafirmación de su gestión, a los que por fin hemos logrado entender: cuando afirman niegan y cuando niegan afirman. Sin embargo no sabemos bien a que viene tanto juego de palabras, ya que no se andan con sutilezas a la hora de aplicar su verdad, se trate de recortes, mutilaciones o la toma de la radio y la televisión públicas.
Saben unos y otros, políticos y banqueros, que engañar no engañan a pesar de mantener, no sin prepotencia, el semblante de decir la verdad, pues saben que con sus falsedades han provocado algo peligroso: desconfianza, desapego e incredulidad.
Nos hemos vuelto ateos de sus actos y sus palabras, y cuanto menos creíbles son más prepotentes se vuelven. Por una sencilla razón, porque la prepotencia es el disfraz de la impotencia, ergo estamos rodeados de impotentes que carecen de la humildad necesaria para dejar de enfrentarse a un imposible del que no nos pueden convencer: que pretenden salvarnos condenándonos.
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