En la calle, codo a codo
Juan José Téllez
Con tu quiero y con mi puedo, ayer llegaron a Madrid para defender la alegría. Y no venían de las cuatro esquinas del mapa, sino también de los cuatro vientos de la memoria. Después dirán los medios afines que fueron cuatro o seis, quizás porque desde Génova es difícil contemplar a simple vista la Plaza de Colón y el hartazgo de un país traicionado por sus supuestos mesías. Nos mangan el porvenir, nos estrujan el presente y nos prometen el pasado. El gobierno alega que lo hace por nuestro bien, que le daremos las gracias cuando seamos mayores y neocons, que la letra del ajuste con sangre obrera entra.A la calle, que ya es hora de pasearnos a cuerpo. Yo los veo pontificar en las pantallas con su aire de contables de monte de piedad y su eterna voz de No-Do y parte de guerra: de un momento a otro pedirán la extradición de Stiglitz por negar al dios verdadero y aventurar que avanzamos hacia el suicidio. El FMI nos regalará escudos de una grande y libre, mientras el aguilucho del yugo y las flechas sobrevuela ya las monedas de un euro. Aunque tú estés de vicio con tu ropa vintage y a mí no me desentone la gomina, no tenemos ganas de caldo del ayer con sus dos tazas, no queremos volver a aquel mundo donde sólo ejercían la política los muy ricos o los muy golfos, ni creemos que la economía deba ser como esas máquinas terribles de las películas de ciencia ficción que se rebelan contra la humanidad que las crearon para usarlas.
Ni con el aceite de ricino de las malas pulgas, ni con el jarabe de palo de los antidisturbios; no podrán arrestarnos la sonrisa, esa vieja camarada. La vi en tu rostro incluso ya hace mucho cuando España era paredón y nuncavivas, nanas de la cebolla y mordaza en los sueños. El odio era suyo pero la alegría era nuestra y viajaba en los rostros del estraperlo, en el trabajo humilde del salario imposible, en las falsas viudas con un amor preso que cosían para la calle, mientras el mundo parecía en manos de militares, de fascistas y de obispos; como si de repente fuera a ser de nuevo todo aquello ahora.
Cuando en nuestro país existía la pena de muerte y cualquier cadena era perpetua, los de abajo nos amábamos en alcobas que olían a paños marroquíes, a achicoria y a gruesas sábanas de felpa. Nos besábamos a escondidas, no fuese a irrumpir por la puerta en cualquier instante la moral convertida en policía de costumbres o en portero de noche de una pensión donde nos exigían que entregáramos para dormir el libro de familia o el dinero bajo cuerda. Todos lloramos alguna vez con aquellas mujeres temblorosas que tuvieron que matar y que morirse bajo las agujas de tejer de una chabola clandestina. Mientras hoy nos prohíben de nuevo contraer sueños con déficit, pretenden imponernos otra vez, con cada telediario y cada boletín oficial del Estado, un superávit de pasado y casi con los mismos apellidos de aquel entonces.
Tampoco lograrán vencernos las claras del día, la lluvia en los cristales, el beso en la frente y aquella vieja cartera minúscula y gastada camino de un colegio con coderas y rasguños en las rodillas, donde vuelvan los caudillos y los crucifijos a coronar la clase en lugar de células madre, agujeros negros, trigonometría, educación para la ciudadanía, quosque tándem abutere Catilina patientia nostra. Los niños con los niños, las niñas con las niñas. El olor a incienso tapando el olor a tiza. Y, tal vez, una beca diminuta que no llega a tiempo y ya no más la cartera rota, los libros prestados, quizá aquella carrera que iba a sacarnos de pobres. Pero tampoco faltaron, camino del taller, el beso en la frente, la lluvia en los cristales, las claras del día. Pertrechémonos de ternura para combatir a los ministros.
Mientras nace la interpol del almanaque, que detiene a manifestantes pacíficos por llevar el 25 de septiembre tatuado en las octavillas, debiéramos refundar la confederación de la utopía y el sindicato de clase del nosotros mismos. Ya no más cartillas de racionamiento para todos ni cabe que apliquen a los inmigrantes y a los sin techo las nuevas leyes de vagos y maleantes. No estoy dispuesto a que recorten esos labios nuestros que besan y que opinan, que cantan y que maldicen. Yo nací en un hospital de caridad, pero ya te he dicho con los morros fruncidos que no quiero que quienes se atrevan a venir ahora a este valle de tecnócratas vuelvan a hacerlo.
Te lo susurré por entre el quicio de la mancebía, entre visillos, pero lo gritamos en la plaza pública del 15-M, cuando descubrimos que amar también era una forma de decir que no. Ayer volvimos a vernos en Madrid, esa capital de la gloria en la que cualquier calle es, desde hace año y pico, una gigantesca Puerta del Sol. Nos guiñábamos entre pancartas, nos mensajeábamos versos de Mario Benedetti y citas para luego, para más tarde, para mañana y para pasado mañana, cuando el futuro sea posible y volvamos a conquistar la libertad que, día a día, cuyos intereses colectivos nos van amortizando bajo un lento goteo como un préstamo que nunca termina de pagarse: “En la calle, codo a codo, somos mucho más que dos”. También debiéramos serlo en las urnas, en el referéndum que el Gobierno –si no quiere matar al Estado de Derecho junto al Estado del Bienestar– debiera convocar antes de que Mariano Rajoy vuelva a juntarse con Angela Merkel y con Mario Draghi, en la Estación de Hendaya, con el firme propósito de limosnear nuestro rescate y a cambio permitir que las tropas de los hombres de negro recorran a sus anchas la península, con el firme propósito de domarnos el corazón y robarnos la cartera
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