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LA VERDADERA CARA Y EFECTOS DEL NEOLIBERALISMO

LA VERDADERA CARA Y EFECTOS DEL NEOLIBERALISMO

Ángel Coello Infantes

Se miren como se miren, los acentuados procesos de desregulación y liberalización de los últimos años no han traído nada más que un aumento de las desigualdades, de la precariedad laboral y del peligro de recesión económica. El salario promedio (de los trabajadores en España) en el año 2005 tenía la misma capacidad adquisitiva que en 1997 y había crecido sólo el 0,4% en 10 años". Esto afecta principalmente a los más jóvenes, los llamados mileuristas, cuya alta edad de emancipación, que en España alcanza los 34 años, pone en peligro el relevo generacional y por tanto la estabilidad de la propia economía.

Según el Banco de España, la renta media del 20% de hogares de menor ingreso, bajó de 8.500 euros en 2002, a 6.500 en 2005, es decir, un 23,6%. Mientras que la del 10% de las familias con más ingresos pasó de 102.300 euros a 118.100, aumentando, por tanto, más del 15%. Por otro lado, según la OCDE, España es el único de sus países miembros que ha tenido durante el periodo 1995-2005 un descenso del salario promedio, el 4%, mientras que la renta de los que obtienen ingresos de la propiedades ha crecido un 73%. Es evidente que si esta tendencia se mantiene España se convertirá más pronto que tarde en un paraíso para los ricos pero también en un desgraciado ejemplo de injusticia distributiva e insolidaridad. Por tanto, actuar contra la desigualdad es ya una tarea urgente e inexcusable.

Las reformas laborales que han sido desarrolladas en España, principalmente, las de 1984, 1994 y 1997, han tenido como consecuencias principales, por un lado, la reducción de los costes salariales para la empresa (abaratamiento de los despidos, subvenciones por la creación de empleo) y, por otro, la precarización de las relaciones laborales y la flexibilización. Ambos tipos de medidas han sido reiteradamente justificadas desde la Administración y sindicatos “firmantes” por la necesidad de incentivar la actividad económica, por la obtención de una sustancial mejora en la competitividad frente al exterior y el consecuente incremento del empleo. Sin embargo, estos quince años de desregulación de las relaciones laborales no han conseguido las finalidades que le han servido de coartada, sino que han tenido como consecuencia no sólo el que gran parte de los nuevos contratos fuesen precarios, sino también la sustitución de trabajo regular y, en menor medida, desempleo real, por trabajo precario (empleos de jornada laboral completa por otros a tiempo parcial, contratos indefinidos por otros temporales).

En síntesis, la profundización en la dualización o segmentación del mercado de trabajo, es decir, en la brecha existente en las condiciones de vida entre unas personas con empleos estables y bien remunerados y otras desempleadas o con trabajos precarios y menos remunerados o, dicho de otro modo, en la profundización de las desigualdades sociales y en la taiwanización de nuestra economía. En todo caso, este fenómeno incide negativamente y de forma significativa en el bienestar social colectivo, toda vez que los ingresos por trabajo son los únicos de los que dispone la mayor parte de la gente. La pretendida mejora en la flexibilidad laboral se ha traducido casi exclusivamente en un incremento de la tasa de temporalidad desde el 15% al 35%, muy superior a la media comunitaria (12%), que ni siquiera las subvenciones a la contratación indefinida contenidas en la Ley 64/1997 han conseguido reducir.

 En este sentido, las corrientes de opinión progresista, los sindicatos, los partidos de la izquierda transformadora y verdadera y los movimientos sociales, deberían tener claro y al mismo tiempo tratar de aclarar al conjunto de la sociedad, que la desigualdad es un lastre, que no solo nos ha de preocupar, digámoslo así, como un simple asunto moral, que lo es, y muy importante. Es preciso también que la sociedad sepa, y para ello es necesario que todos estemos convencidos, que, además de eso, la desigualdad que se está generando es una inmensa rémora para la propia actividad económica y para la estabilidad política. De hecho, y aunque no se quiera reconocer, el incremento de la desigualdad en España es el efecto del progresivo empobrecimiento de nuestra economía, de su especialización en actividades de menor valor añadido, de nuestra incapacidad para competir a través de la calidad y de la excelencia y de nuestra dependencia de un modelo de crecimiento sin futuro, por muchos y altos que hayan sido los beneficios que haya podido proporcionar en forma de plusvalías.

Hemos de convencernos así mismo de que la igualdad no puede ser solamente un asunto relativo a las discriminaciones, ni de los que tienen que ver exclusivamente con las llamadas “políticas sociales”, sino que debe ser una materia que se conforme como aspiración social en el corazón mismo de las políticas económicas, al igual que hoy día forman parte de él objetivos como el crecimiento, la competitividad, el equilibrio, la estabilidad de precios o la creación de empleo. A la postre, de nada sirve que con la mano de lo social se quiera aliviar la desigualdad, si con la que maneja los hilos de la economía, se está generando en mucha mayor dimensión, como hoy día viene sucediendo. Por tanto, el compromiso debiera ser el de forjar un modo de crear actividad que implique un reparto más equitativo.

El problema es que la fe en el liberalismo es un virus ya muy extendido y con demasiada buena prensa, asumido tanto por el PP como por el PSOE, los creadores de opinión  y los “sindicatos mayoritarios” Así, tenemos a un presidente del Gobierno obsesionado con el superávit presupuestario, la reducción de impuestos o medidas populistas como el reparto de los 400€, en un país cuyo estado del bienestar es claramente deficitario. Según el INE el porcentaje del PIB destinado a gasto en protección social en 2005 (último año con datos) representa sólo el 19,54%. Hay que tener en cuenta que Eurostat sitúa la media del gasto en protección social en el 27,3% del PIB para la Europa a 15; es decir, estamos 7 puntos por debajo. Por otro lado, fue este Gobierno socialista el mismo que apoyó la fallida Constitución Europea que consagraba la nefasta directiva Bolkenstein, privatización de los servicios públicos o la reciente jornada de 60h., esas normas que son una puerta abierta a la proliferación del dumping y la exclusión social.

Las fuerzas progresistas y sobre todo la izquierda de este país, tienen que asumir cuanto antes y de forma sincera, un verdadero compromiso con lo que representan, que es la antítesis del modelo neoliberal. Los derechos de los ciudadanos y el desmembramiento del estado del bienestar son conceptos incompatibles por naturaleza.

El que fue ministro de economía español, Carlos Solchaga, lo reconoció claramente en su libro El final de la edad dorada (p. 183): "La reducción del desempleo, lejos de ser una estrategia de la que todos saldrían beneficiados, es una decisión que si se llevara a efecto podría acarrear perjuicios a muchos grupos de intereses y a algunos grupos de opinión pública".

Se están olvidando de que la actividad económica no es un fin en sí mismo o que, por ejemplo, la simple producción de mercancías, para cuya obtención se deteriora peligrosamente el medio ambiente, necesita en su caso, una explícita justificación social, es decir, que, en beneficio social de las generaciones actuales y venideras, por ejemplo, las ofertas no pueden crear sus propias demandas, sino que, en todo caso, tiene que producirse al revés. Por esta razón, debemos situar a los seres humanos como centro del eje de la vida social y de la actividad política. En definitiva, que el único objetivo de la política, de la política económica es, o debe ser, mejorar las condiciones de vida de la mayoría de los ciudadanos, es decir, principalmente constituir un instrumento para que la gente (la mayor parte de la gente) viva mejor.  En este sentido, bastantes dirigentes sociales olvidan, desconocen u ocultan que cada vez más se abre la brecha existente entre el creciente ejército de marginados y los «honrados ciudadanos».

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